La pluralidad, riqueza de la Iglesia
Una gran riqueza de la Iglesia es su inmensa pluralidad. Es
así porque es querida por el Padre, creada por Jesús e inspirada por el
Espíritu Santo. Se podría decir que la Iglesia desde siempre fue un sueño de
Dios. A través de su instrumento sacramental, su Hijo, es edificada por el amor
de la Trinidad.
En la última cena, Jesús rezó para que todos fueran uno,
como el Padre y él son uno. En la Iglesia desde siempre se ha velado por la
unidad, esta es la garantía de su existencia y crecimiento. Pero se trata de una
unidad en la diversidad, desde la libertad. Si no es así, no es posible
mantener la Iglesia según el sueño de Cristo. En la Iglesia, como en el corazón
de una madre, cabe todo. Hay movimientos, talantes, sensibilidades e incluso
estilos opuestos, pero el Espíritu Santo ha hecho posible lo imposible. Pese a
las fuerzas contradictorias internas, la Iglesia sigue viva.
Porque la Iglesia es más que una institución, por eso nadie,
ni siquiera el Papa, puede poner cortapisas al Espíritu Santo. La libertad del
mismo Creador es fuego que todo lo purifica, incluso los defectos y los errores
milenarios. Esta es nuestra esperanza: nadie puede encorsetar al Espíritu
Santo, ni con las estructuras ni con la misma institución.
Pero a veces nos da vértigo esta fuerza huracanada del
Espíritu, que va más allá de nuestras concepciones intelectuales y no se deja
atrapar por las ideologías. Por eso siempre nos puede sorprender, incluso
desconcertar. Él está siempre más allá de todo y de todos. Podríamos afirmar
que lo más íntimo del Espíritu Santo es la libertad: sopla donde quiere, como
quiere y sobre quien quiere. Sin libertad no habría creación. Libertad en la
unidad: sólo así se puede crear algo al estilo de Dios.
El riesgo de idolatrar las estructuras
Tristemente, muchos miembros de la Iglesia han caído en el
legalismo judío y en el cesarismo romano, aferrándose a las estructuras y
alejándose del espíritu fundacional, y con ello desvirtuando el sentido genuino
de su razón de ser. La influencia de las ideologías corre el riesgo de querer
convertir la Iglesia en un cuerpo de funcionariado. La politización de la
Iglesia contamina el mensaje del evangelio y desvirtúa su significado.
Cuando el cristianismo fue declarado religión oficial del
imperio romano, con el emperador Constantino, una parte de la Iglesia empezó
lentamente a apartarse de su finalidad última, convirtiéndose en una estructura
al servicio del poder. Aunque era necesario organizarse con urgencia, debido a su
enorme expansión, con el tiempo las estructuras llegaron a crecer tanto que se
esclerotizaron. El espíritu inicial se fue relegando a un plano secundario. Se
fue perdiendo frescura a medida que se ganaba capacidad de gestión. Así es como
la Iglesia se convirtió en una súper estructura con cargos, gerencias, puestos
y delegaciones. En cierto modo supuso una gestión muy eficaz para su expansión
y crecimiento.
La Iglesia adquirió formas administrativas propias del
imperio romano para su organización: diócesis, arciprestazgos, parroquias. Todo
esto puede facilitar el trabajo pastoral y la comunicación, dado el volumen de
fieles y sus necesidades. Pero no puede ser una forma soviética de control. Se
nos han inoculado el marxismo y otras ideologías convirtiendo las estructuras
de la Iglesia en un instrumento de poder paralelo a un estado civil. En las
formas de actuar y gestionar se nos ha infiltrado este veneno, que nos impulsa
a idolatrar el orden y nos hace perder la esencia.
Hemos copiado del mundo civil y político nuestra forma de
organizarnos. El Papa hablaba recientemente de la descentralización de la
Iglesia, dando más capacidad canónica a los obispos. Estos han de aprender, a
su vez, a dejar que haya más capacidad de autogestión no sólo en los
arciprestazgos, sino en cada parroquia.
La caridad y el respeto crean vínculos
El cardenal Jubany hablaba no tanto de la pastoral de conjunto
en la diócesis, sino de «pastoral orgánica». No sólo se trata de que las
reuniones funcionen y que todos asistan. No sólo se trata de hacer cosas
juntos, sino que haya una verdadera unión entre los presbíteros y los fieles.
No basta que todo funcione desde un punto de vista de la eficacia. Debe haber
una profunda alegría de sentirnos hermanos en el sacerdocio. No puede haber
eficacia pastoral si antes no hay una alegría vital y un sentido de comunión
plena por encima de la labor pastoral de conjunto.
A veces se critica el centralismo de la diócesis, pero esta
tendencia también puede darse en los arciprestazgos respecto a las parroquias
de su territorio. Pueden convertirse en sub-diócesis donde su cabeza, como un
segundo obispo, idolatre su cargo y utilice la excusa del servicio y la
hermandad como herramientas de control. El riesgo de estos centralismos es que
se les escape el respeto al carisma y talante peculiar de cada sacerdote y cada
comunidad. Hay el riesgo de confundir unidad con uniformidad, e ignorar una
diversidad real que va más allá de lo que se hace: está arraigada en lo que es
cada cual.
Cuando el cargo es más importante que la realidad, cuando la
estructura pasa por encima de la pluralidad viva, puede revelarse una necesidad
del sacerdote de desempeñar un papel de personaje influyente. Un papel que no
responde a la realidad cambiante de su territorio y de las comunidades. El
riesgo de los sacerdotes aferrados a su cargo es encerrarse en una vida virtual
entre lo que hace y lo que es. Las palabras talismán son sus armas: hablan de
unión, pero ¿cómo llevan las relaciones interpersonales? Son capaces de organizar
reuniones de manera eficaz, pero ¿conectan con los miembros de su equipo? Si no
se crece en amistad y en libertad no serán posibles la alegría ni el respeto a
cada cual. No podrá haber una auténtica pastoral que vaya más allá de las
reuniones, la liturgia y la burocracia.
En el centro de toda unidad eclesial, sea parroquia,
arciprestazgo o diócesis, tiene que haber caridad, amor y respeto por todos y
por cada manera distinta de ser y de hacer. Amarse y respetarse al estilo de
Jesús: si no, el legalismo funcionarial corroerá la razón última de nuestra
vocación y nuestra misión cristiana, que es comunicar la buena nueva y el
encuentro personal con Jesús.
No
olvidemos que lo realmente importante no es tanto lo que hagamos, sino lo que
testimoniemos, eso es lo que va a seducir y a conquistar. ¿No es pelagianismo
el pensar que sólo nosotros podemos convertir almas? La sencillez, la
serenidad, el abandono, la humildad, son mucho más potentes que todo cuanto
podamos hacer. Anclados en la oración podremos vislumbrar el sentido último de
la pastoral. Los apóstoles no necesitaron las modernas redes sociales ni
sofisticados medios de comunicación, sino el diálogo cara a cara, movido por la
experiencia viva y real de la resurrección. Como dice San Pablo, todo saber es necedad ante Dios.
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