Hace 30 años que me ordené sacerdote. Preparando el
aniversario de mi ordenación, no puedo dejar de evocar la historia de mi vida.
Una historia que comenzó a escribirse mucho antes de que yo naciera. Una
historia cuyo guionista (Dios) ha convertido en el relato apasionante de una
llamada y una respuesta. La historia de un sí.
O quizás debería decir, de dos síes. Es fácil hablar del sí
de un joven inquieto que responde a una vocación. Pero antes que mi sí, pequeño
y lleno de fragilidades, hubo otro sí, inmenso, incondicional, desbordante e
inquebrantable. El sí que Dios me dijo a mí.
La historia de toda vocación ―al sacerdocio, a la vida
religiosa, al matrimonio, a cualquier compromiso de vida― entraña un
descubrimiento y una creciente amistad con Dios. Suele ser un camino lleno de
giros y sorpresas, de horas alegres y horas de cruz, pero siempre iluminado por
una presencia amorosa que jamás abandona y que nos sostiene en las horas de
noche oscura.
Por otra parte, una vocación no puede entenderse si no es
desde la libertad. Creo que cada uno de nosotros es forjador de su propia
historia. Creer que todo está predeterminado es un error. Muchas veces caemos
en el fatalismo por falta de valentía. Pero el destino no está en manos del
azar. Todos somos responsables de la construcción de nuestro mañana. En cada
acto de libertad nos estamos jugando el futuro.
También creo que el ser humano es más que inteligencia y
sentimientos, más que un pasado histórico o un efímero presente. Las ciencias
no agotan el misterio de cada persona. Más allá de nuestra genética y de
nuestros condicionantes sociales y familiares, cada ser humano es único,
irrepetible y con una enorme capacidad para afrontar la vida y sus desafíos.
Detrás de toda vocación hay una doble historia: la de un ser
humano inquieto que busca el sentido de su vida y la de un Dios enamorado que
lo llama a hacer realidad un sueño. La invitación siempre se nos ofrece. Decir
sí es un acto de suprema libertad.
Nos envuelve un sutil misterio. Pequeños y limitados como
somos por naturaleza, a la vez somos grandes en aspiraciones, creatividad y
audacia. La historia de Dios con el hombre abarca todas nuestras paradojas y
contradicciones. Él no busca grandes personajes con grandes talentos. Busca
almas que se dejen conquistar. Ni siquiera le importa que seamos perfectamente
sanos y equilibrados. Eso está en su mano. Lo único que hemos de hacer es
dejarnos llevar por su llamada, un susurro que nos invita.
Dios no nos modela como una escultura, más bien nos llama a
florecer desde nuestra propia identidad. No nos esculpe a martillazos, nos
riega para que crezcamos y seamos capaces de hacer brotar la semilla de esa
alma genuina que él insufló en nosotros cuando fuimos concebidos.
Llegar a los 30 años de sacerdocio ha sido un regalo. Como
dijo el Papa Benedicto en su investidura, Dios no quita nada, lo da todo. Puedo
decir con toda serenidad, después de 30 años, que he descubierto ese amor
derrochón de Dios, que se obstina en hacer felices a sus hijos. En mi caso, con
mi vocación al sacerdocio, me ha dado lo mejor que yo podía recibir. Y sé que todavía
me depara sorpresas en los años venideros. Cuando uno se deja llevar por el
soplo del Espíritu sabe de cierto que se encamina hacia la cumbre de su
existencia.
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