Ayer noche, después de una intensa celebración litúrgica, la Vigilia Pascual, quise cenar y ver algún canal televisivo religioso con el deseo de seguir profundizando en el acontecimiento de la resurrección.
Estuve viendo la retransmisión de la Vigilia Pascual desde la
catedral de una diócesis española. La puesta en escena era impresionante. Las flores,
la decoración, la música, todo estaba contemplado, detalle a detalle. Los contenidos
teológicos eran preciosos, profundos, catequéticos. Desde un punto de vista
doctrinal, extraordinarios. La música era de una belleza envolvente. La
liturgia seguía a rajatabla las rúbricas del canon. Todo era perfecto, todo
cuadraba en el marco imponente de la catedral. Pero de pronto sentí que en
aquella escenografía faltaba algo.
En toda la celebración no vi una sola sonrisa.
Todos, desde el obispo que presidía, pasando por los
sacerdotes, los diáconos, los acólitos y lectores, hasta los mismos feligreses,
mostraban rostros y expresiones severos y rígidos. Entiendo que esta celebración
hay que vivirla con gran solemnidad y que es importante guardar las formas. Pero
no es lo mismo un talante solemne que una actitud adusta. Todos parecían
columnas, frías y hieráticas como los pilares de la catedral. Incluso los niños
estaban serios.
Estamos celebrando el gran acontecimiento que marca la vida
de la Iglesia y de los cristianos, un misterio ante el que hay que mostrar toda
la devoción y el respeto, pero esto no está reñido con la alegría. Al
contrario: ante la extraordinaria noticia de la resurrección, el corazón de
cada fiel debería llenarse de un júbilo rebosante. Y este alborozo debería
aflorar en los rostros, en las miradas, en el timbre de voz y en los gestos. Dentro
de una liturgia bella y cuidada, también hay lugar para la calidez y la sonrisa.
Estamos celebrando la Vida con mayúscula. Como decía San
Pablo, con Cristo hemos muerto, con Cristo hemos resucitado y por tanto tenemos
motivos para vivir alegres. La liturgia no puede reducirse a un marco
ceremonial tan estricto que convierta la celebración en un rito más. El
perfeccionismo litúrgico no puede encorsetar ni ahogar lo que es propio de esta
vigilia pascual, la alegría desbordante de la resurrección. Las formas no
pueden asfixiar el espíritu. Es tan importante lo que decimos como la manera en
que lo decimos: nuestra pose, nuestros gestos y nuestra mirada delatan cómo
estamos viviendo el sentido de esta fiesta. Es la fiesta de todas las fiestas,
la liturgia reina de todas las liturgias, porque anuncia la noticia de todas
las noticias. Pero si sólo nos quedamos en la estructura ritual y en la
corrección formal corremos el riesgo de perder lo nuclear de esta fiesta de
hoy. ¿Cómo vivimos interiormente la eucaristía pascual?
El afán por una liturgia impecable no puede quitar la alegría
a los cristianos. La liturgia y los que presiden y asisten deben estar en
sintonía con lo que se celebra. Los gestos son tan importantes como lo que se
dice. Si de la muerte hemos pasado a la vida, no podemos poner cara de funeral,
como dice el Papa Francisco. El obispo, los curas y los fieles todos hemos de
ser cristianos pascuales. Y esto quiere decir desprender alegría por todos los
poros.
¿Qué ocurría en esta eucaristía, que los celebrantes fueron
incapaces de dirigir como mínimo una sonrisa al pueblo de Dios reunido con ellos?
Ojalá, en esta Pascua, Cristo resucitado nos llene de una
auténtica y profunda alegría.
1 comentario:
Realmente lo que acabo de leer me hace reflexionar y recuerdo aquellos domingos de Resurrección donde los niños con nuestras carracas de madera celebrábamos con alegría la Resurrección de Jesús.
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