A lo largo de mi ministerio sacerdotal nunca me han dejado
de preocupar los feligreses que asisten a las celebraciones desde los últimos
bancos del templo. Se entendería si la iglesia se llenara y los últimos que
llegan se pusieran en la última fila porque no hay otro espacio. Pero cuántas
veces el templo no está lleno y se ven grandes zonas vacías, incluso en los
primeros bancos. En verano, cuando mucha gente se va de vacaciones, los huecos
se ven incluso los sábados y los domingos. Da una impresión extraña y
desoladora: cada persona se convierte en un pequeño núcleo aislado, todos
separados unos de otros. Esta realidad me causa una cierta tristeza.
Me pregunto qué está ocurriendo en el corazón de estas
personas. Y me planteo si realmente entienden el sentido profundo de la
eucaristía, que esencialmente es comunión entre hermanos que celebramos la fe
en el Señor resucitado. En algún momento he interpelado a la feligresía sobre
esta cuestión, urgiendo a las personas a agruparse en los primeros bancos, y
veo que les cuesta responder.
Lo comento con otros compañeros sacerdotes y me dicen que en
sus parroquias sucede lo mismo. La distancia entre el presbítero y los
feligreses de la última fila no es la única razón de mi preocupación: me
preocupa la distancia entre su corazón y el gozo de la eucaristía, es decir, la
distancia entre ellos y el corazón de Jesús.
¿Qué ocurre dentro de estas personas? No quisiera molestar a
nadie con estas reflexiones; quisiera comprender su actitud. Puede deberse,
quizás, a una falsa modestia, a una humildad mal entendida, de pensar que no
merecen estar cerca del sagrario. O puede ser por un hábito rutinario, porque
siempre se han sentado en ese lugar. O quizás se sientan ahí para salir deprisa
cuando la misa acaba. Quizás conciben la misa como un deber importante que hay
que cumplir como sea, independientemente de la gente que los rodea. O
simplemente no les apetece hablar con los demás porque los demás son extraños,
ajenos a su realidad. Tal vez algunos entienden la eucaristía como un rito
donde sólo importa la asistencia, sin que esto suponga un cambio en su vida. O
simplemente asisten por inercia, y han caído en una dejadez que les impide
participar activamente en la celebración.
Ahora bien, me pregunto: en una fiesta de cumpleaños, o
cuando celebramos cualquier evento familiar, en Navidad, en Pascua, ¿verdad que
la familia se reúne alrededor de la mesa? Resultaría muy extraño que cada cual
se sentara donde quisiera: uno a la puerta, otro en el pasillo, otros en una
esquina, o en el sofá, todos dispersos por el comedor y la casa. No parecería
una fiesta si no se reunieran alrededor de la mesa, junto al que convoca. El
que invita se sentiría preocupado y triste al ver sillas vacías a su lado, y
eso revelaría, sin duda, problemas graves entre los miembros de la familia.
¿Dónde está la alegría del encuentro, si todos no se juntan en un mismo lugar?
Lo mismo sucede en la parroquia. ¿Qué es la eucaristía?
¿Quién nos convoca? No somos una masa de feligreses ante un cura… ¡Somos una
familia! Y nos convoca el mismo Cristo. ¿Lo creemos de verdad?
Cuanto más huecos haya, más diluida estará la comunidad. Y
una comunidad diluida se acabará desintegrando y muriendo; no dará fruto. Al
contrario, cuantos menos espacios vacíos, más unión, más afecto y más
interrelación habrá. Y esto significa que la comunidad está viva y
comprometida.
Es importante que todos entendamos que nuestra fe no se vive
en solitario, sino como parte de una experiencia comunitaria. Somos miembros
activos de la Iglesia, una familia mucho más amplia que nuestra pequeña
parroquia. Estamos unidos por una misión, que es evangelizar y dar testimonio
de nuestra experiencia cristiana al mundo. Si esta experiencia no existe, no
podremos transmitir la buena nueva a nadie. No seríamos coherentes.
Ante los bancos desiertos, sacerdotes y feligreses tenemos
un gran desafío.
2 comentarios:
Comparto totalnente su comentario. Intentaré transmitirlo a algunas personas amigas.
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