Realismo pastoral
Después de treinta años
como sacerdote he pasado por más de siete parroquias y he tenido la posibilidad
de conocer realidades muy diferentes, según el lugar y la comunidad que me ha
tocado pastorear.
Viendo los ritmos y el
talante de cada grupo, veo que cada parroquia tiene su historia, su
idiosincrasia y su identidad, y esto es algo que los rectores debemos aceptar.
Aunque observemos aspectos que nos gustaría modificar o mejorar, no podemos
cambiar a las personas de la noche al día. Muchas de ellas son personas
mayores, con muchos años de compromiso parroquial, que forman parte de grupos
muy consolidados, y no es fácil plantear cambios, aunque a veces sea necesario.
Hay que hacerlo con mucho respeto y delicadeza, dándoles tiempo, y a veces
tendremos que asumir que ciertas cosas no serán exactamente como queremos.
Necesitamos mucho
realismo pastoral. Cuando uno se sumerge en la realidad parroquial, ve que las
cosas son más complejas de lo que parecen, y no se puede ir con prisa ni
imponiendo los ideales propios. Tenemos que ser muy tolerantes y evitar
prejuicios y etiquetas. Hay parroquias que son tachadas de «carcas», o
«cerradas», o «progres», o se dice que «van a la suya» y no hacen piña con
otras parroquias cercanas, que no viven la diocesaneidad ni la comunión
arciprestal.
Estas etiquetas nunca
ayudan. Por un lado, no responden a la realidad parroquial por completo, sino a
una imagen deformada y a menudo exagerada por prejuicios históricos. Por otro
lado, no contribuyen a facilitar un cambio ni una mejora. La riqueza de una
comunidad nunca queda encerrada ni limitada por un juicio a priori. Dicho esto,
creo que, si los cambios son necesarios, el rector es el primero que ha de
emprenderlos, con una pedagogía adecuada.
Creo que cada rector
tiene una primera misión: consolidar la comunidad, aceptando su realidad tal
como es.
El segundo aspecto, tan
importante como el primero, es que la parroquia tenga clara su proyección
evangelizadora hacia el entorno.
Y, en tercer lugar, es
vital trabajar la unidad entre parroquias, a nivel arciprestal y diocesano,
siempre partiendo de la buena fe y de la amistad y el compañerismo entre los
sacerdotes responsables. Esto es más importante de lo que se suele pensar.
El cuerpo de la Iglesia
La Iglesia es un cuerpo
orgánico, tal como explicaba el cardenal Jubany. Podríamos establecer una
analogía con el ser vivo. La parroquia es una célula, el arciprestazgo es un
tejido y la diócesis es un órgano. Todos los órganos forman el cuerpo de
Cristo, que es la Iglesia en el mundo.
Pues bien, si la célula
está sana, podrá unirse a las otras y formar un tejido fuerte —arciprestazgos
consolidados e interrelacionados—. Si el tejido está sano y bien nutrido, el
órgano también lo estará. Y unos órganos sanos contribuirán a la salud de todo
el cuerpo. La base, siempre, está en el correcto funcionamiento de la célula.
Es decir, la salud de la Iglesia depende de la salud de cada parroquia, como
unidad básica y fundamental. Si la familia parroquial no está unida, fuerte y
sana, el tejido, por mucho que se quiera, no será saludable ni resistente. Aquí
es donde los párrocos tenemos un papel decisivo.
Si una comunidad no se
acaba de integrar en el tejido arciprestal, no siempre es por falta de voluntad
de su rector. Por ejemplo, puede haber parroquias que se encuentran en el
límite de un territorio y sus feligreses no se sienten parte de esa zona, por
lejanía y porque su entorno vital y social es otro. A veces los límites
arciprestales son un poco artificiales y no corresponden a las unidades de
población que se dan de forma natural. Esto es un aspecto a
tener en cuenta a la hora de trazar límites arciprestales.
1 comentario:
Joaquí, encuentro muy acertado tu comentario.
Javier
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