El día era oscuro e invernal, pero su vida era plena e
intensa. A una edad madura se había ordenado como diácono para servir a la
Iglesia, siguiendo una inquietud que le venía desde muy joven, cuando vivía en
Paraguay y se formaba con los jesuitas. Pero la vida da muchas vueltas. Su
familia regresó a España, él vino a Barcelona y se casó con su encantadora
esposa, con la que tuvo tres hijos. El matrimonio se mantuvo muy unido hasta el
triste momento de su muerte.
Llegó de forma súbita y nadie se lo esperaba. Esposa, hijos,
amigos… Para mí fue un inesperado golpe, ya que habíamos quedado para hablar
esa misma semana.
Miquel era diácono, pero para mí era un pastor, amigo y
consejero. Tenía una exquisita capacidad de escucha, cálida y atenta. Como buen
psicólogo, sabía cómo abordar los temas. Cuando algo me preocupaba y le pedía
consejo siempre me ofrecía un criterio sereno y lúcido. Además de su formación
en psicología social, tenía un don para discernir con claridad en las situaciones
más complejas, una sabiduría que le había dado la vida, su fe y su entrega a
los demás.
Hacía dieciséis años que lo conocía, tiempo suficiente para
percibir el grado de autenticidad de su corazón. Durante toda su vida mostró un
gran desvelo por los demás. Jesús era el centro de su vida y, para él, seguirlo
significaba servir hasta el extremo. Tenía muy clara, como Jesús, la
preferencia por los pobres. Fundó una asociación para favorecer la integración
social y laboral de colectivos en riesgo, y se dedicó en cuerpo y alma, incluso
aportando su patrimonio, para esta dignísima y loable labor. Un parado, me
decía, es un pobre en potencia, y no sólo en la dimensión económica, sino en la
social y psicológica, ya que el desempleo genera un progresivo deterioro moral
que puede llevar a la automarginación y la soledad.
Miquel se desvivía por su asociación. Junto con mi fundación
ha llevado a cabo algunos programas de integración laboral conjuntamente. Su
hija Esther y Carlos, el coordinador, son los pilares de la entidad y con ellos
mantengo una buena amistad.
Guardo muchos recuerdos de Miquel: conversaciones sobre
política, sociedad, Iglesia… Con inteligencia me planteaba los límites éticos
de las instituciones. Su sencillez no le quitaba agudeza ni alegría. Su talante
alegre y cercano despertaba la confianza y la acogida. No tenía prejuicios
ideológicos y daba un valor máximo a la persona, más allá de su condición
social, cultural y económica. Siempre tenía una mano a punto para ayudar al
otro, pero al mismo tiempo sabía tener la discreción y la prudencia necesarias para
respetar las distancias emocionales. Siempre encontraba la palabra justa y
sanadora.
Ya jubilado, en su paso por diversas parroquias, su trabajo
fue más allá de su ministerio diaconal. Miquel, aunque no recibió la ordenación
presbiteral, actuaba como un auténtico pastor que sabía alimentar y guiar a su
rebaño. Así lo hizo en San Pancracio, pequeña comunidad en el Poblenou donde
ejercía su ministerio, que le fue encargado por el arzobispo emérito Martínez
Sistach.
Hombre maduro y responsable, desde siempre sintió una
profunda unción sacerdotal. Aunque finalmente no pudiera ejercer como tal, su
corazón era el de un ardiente sacerdote que vivió por entero su compromiso con
la Iglesia. La humildad daba un valor más alto a su misión.
Ahora, más allá de su estado canónico eclesial, es sacerdote
eterno con Cristo, así lo siento en mi corazón y así lo he sentido desde que lo
conocí. No será ordenado por un obispo, sino que el mismo Cristo le impondrá la
casulla, formando parte del presbiterado en el Reino de los Cielos.
Miquel siempre deseó ser sacerdote, pero no pudo ordenarse
por su condición de casado; hoy por hoy la Iglesia católica no contempla esta
posibilidad. Esto puede ser motivo de una
profunda revisión teológica y bíblica y creo que puede debatirse sin prejuicios
a la luz del evangelio y de las necesidades de la Iglesia de hoy.
Con Miquel coincidí pastoralmente un año y medio en San
Pancracio. En una época de salud delicada y tensión pastoral, él fue mi gran
soporte y me ayudó a sobrellevar aquellos difíciles momentos.
He sentido mucho en el alma su pérdida. Me he quedado sin mi
amigo, compañero de batallas en lo social y en lo eclesial. Miquel es alguien
que ha dejado una profunda huella en mí y sentiré ese vacío. Echaré de menos su
caluroso saludo, su sonrisa y su presencia afable en las reuniones del
arciprestazgo. La noche que supe de su muerte, al comprender que perdía el
calor de su amistad, sentí la gelidez de la ausencia. Ya no podremos volver a
encontrarnos, aquí en la tierra…
Apenado por él y por su familia, recé largo tiempo. El día
había amanecido frío y oscuro. Pero aquella noche sentí, desde la fe, que esa
oscuridad precedía a un día claro y luminoso en el cielo. Aunque no pueda
concebir ese salto desde mi razón, sí tengo una última certeza: desde el cielo
nuestra amistad pasará a otra fase. Seguiré comunicándome con él, de otra
manera. La amistad entre el cielo y la tierra continuará. Esa noche, rezando,
sentí mis manos frías, pero mi corazón ardía porque sabía que una persona como
él nunca muere del todo, y más cuando ha amado mucho y ha dejado una familia,
unos amigos, una Iglesia a los que ha dedicado tantos esfuerzos.
La vida sigue más allá de nuestro tiempo y de nuestro cuerpo limitados.
Cuando se ama empezamos a eternizar nuestra vida hasta el salto definitivo.
Miquel, sé que velarás, sobre todo por tu familia —esposa, hijos, nietos— pero
también por tus amigos, que tanto has querido, y muy en especial por los del
Poblenou, que han sido tus compañeros en el campo de la evangelización. Que tu
recuerdo les ayude a ser fieles a la feliz noticia del evangelio y a vivirlo
como tú lo viviste.
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