En la fiesta del Corpus celebramos la presencia real de
Cristo en el pan y el vino. Una presencia que expresa una donación y entrega
como sacrificio de amor. Esta afirmación teológica eucarística va más allá de
su contenido doctrinal. Es expresión de una vida entregada por amor. Cada
fiesta del Corpus nos recuerda que nuestra vida cristiana va más allá de un
conocimiento doctrinal. Nuestra vida y ejemplo han de ir unidos al sentido
último de esta liturgia.
La eucaristía no se puede separar de nuestra vida cotidiana,
de lo que somos, hacemos, pensamos. Allí, en nuestros diferentes ámbitos
―familiar, laboral, social, de ocio, personal― el conjunto de nuestra vida se
alimenta de nuestra íntima relación con Jesús eucarístico. Un divorcio entre la
vida cristiana y social, con el tiempo, debilita nuestras propias raíces porque
nuestro ser último se alimenta del pan y del vino de Cristo. Él nos espolea a
ser ejemplo vivo de su presencia, imitándolo con nuestra donación, hasta entregar
la vida como él hizo.
Vivir del cuerpo y la sangre de Cristo significa que nos
alimentamos de una energía divina, que nos prepara para el sacrificio, si es
preciso, y para la libertad y la valentía de llegar hasta aquí.
Es la consecuencia práctica y coherente del compromiso
cristiano. No podemos separar la eucaristía de la caridad, pues separar ambas
significa quitarle el sentido esencial al Corpus. El testimonio, la misión y el
amor nacen del centro de la eucaristía. Cuando se deja de amar se está devaluando
el significado crucial del Corpus.
Esta celebración nos enseña que el faro que nos ha de
iluminar la vida es Cristo, y sólo podemos amarlo en los demás. Sólo así la
vida y la eucaristía estarán encajadas, armonizadas en la doble dimensión de la
persona: su vida humana y su vida espiritual. No olvidemos nunca que en el
horizonte de Cristo está la cruz. Pero también la promesa de la resurrección.
La cruz, la eucaristía y la resurrección forman parte de una misma realidad
cristiana. Sólo si nos abrimos a los demás entenderemos que esta apertura forma
parte de la coherencia intrínseca de ser cristiano y sólo de esta manera
estaremos entendiendo la exigencia última de este misterio. Cristo se nos da.
Estamos llamados a que nuestra vida se conforme a la de Cristo, es decir, que
el deseo de Dios se incorpore en el centro de la existencia. Sólo así
llegaremos a ser ejemplos vivos de su presencia en el mundo.
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