La liturgia cristiana tiene su culminación en el Triduo Pascual. Son los días más importantes del año, ya que en ellos celebramos lo fundamental de nuestra fe cristiana: la muerte y resurrección de Jesús.
Durante todo el tiempo de cuaresma nos hemos ido preparando
para vivir el hecho que fundamenta nuestra fe. El domingo de resurrección
iniciamos una larga etapa pascual: Jesús está vivo y presente en la Iglesia y
en cada uno de nosotros.
La comunidad cristiana de San Félix hemos tenido en esta
Semana Santa unas bellas y profundas celebraciones litúrgicas que han ido
subiendo en intensidad espiritual.
Vía Crucis
El Vía Crucis, una oración meditada de la Pasión de Cristo,
nos ayuda a ahondar en el misterio del dolor y la muerte de Jesús. Para los
cristianos ha de ser un toque moral y espiritual que nos lleve a profundizar en
el sufrimiento del mundo y, en especial, de aquellos que están al margen de la
sociedad: colectivos descartados que, por su situación de herida sufren aún
mayor dolor. Estamos llamados a responder con una actitud generosa a mitigar el
dolor que los hace más vulnerables.
Domingo de Ramos: la misión
El Domingo de Ramos celebramos la entrada triunfante de
Jesús en Jerusalén, subido en un asno y aclamado por el pueblo que acudía a
celebrar la Pascua judía. Una entrada humilde, pese al olor de multitudes, pues
Jesús era consciente de que subir a Jerusalén era el final de su misión:
abrazar la cruz.
Jesús, así, se desmarca de las aspiraciones mesiánicas de
corte militar, de oposición al Imperio romano y de poder político. Jesús no
vino a enfrentarse a los romanos: su misión era anunciar a todos la buena nueva
de Dios, y no provocar altercados ni encabezar un movimiento guerrillero, como
quizás querían algunos de sus seguidores. Él vino a dar su vida en rescate para
salvar a todos, dando vida y sentido a la existencia humana. Jesús entra en la
Jerusalén de nuestro corazón y se pone en camino para liberarnos.
Jueves Santo: el amor
La Santa Cena del Jueves Santo nos sienta en torno al ágape
donde se instituye la eucaristía, sacramento por el cual Jesús se hace presente
en la comunidad cristiana hasta el final de los tiempos. Recordamos su pasión,
muerte y resurrección, dejando en el mundo su presencia a través del sacramento
del amor.
En el marco de esta cena pascual, Jesús tendrá un gesto
profundamente simbólico. Los apóstoles son llamados a ejercer la «diaconía», es
decir, el servicio a los demás. Lavando los pies a sus discípulos, les está
indicando que la misión de los suyos es servir desde la humildad, renunciando
al poder. Él se agacha, como un esclavo, como signo de entrega, y dice: «Haced
lo que yo hago». No sólo hemos de limpiar los pies, sino sanar el alma desde la
ternura y el cuidado.
Viernes Santo: la cruz
El Viernes Santo, es la expresión máxima del amor, que se
derrama hasta dar la vida. En la
celebración, exaltamos el valor de la cruz como medio de salvación.
Si el Viernes Santo toda la liturgia está orientada al
misterio de la Cruz, la mañana del sábado es ese tiempo de espera entre el
Viernes y la Vigilia Pascual. La esperanza como valor teologal adquiere un
valor fundamental para el cristiano. El Sábado Santo es un tiempo de espera
activa, de silencio, de recogimiento y expectativa. La crisálida está a punto
de abrirse y dejar volar una criatura nueva.
Sábado Santo: la esperanza
El tiempo para la esperanza se convierte en algo esencial:
no todo está perdido. Después de la cruz, después de la noche oscura, está va a
despuntar el alba de un nuevo día. Saber esperar
con sosiego forma parte de nuestra vida cristiana. Aunque parezca que todo se
acaba, la esperanza activa y a la vez serena es crucial para entender que
nuestra vida no es un vacío absurdo. Hay una realidad ulterior que nos orienta
hacia un acontecimiento extraordinario que puede cambiar nuestra cosmovisión de
la realidad. Dios actúa por encima de nuestra lógica, hasta revelar la potencia
creativa de su infinito amor.
María, la madre de Jesús, que seguramente hacía tiempo que
no veía a su hijo desde que marchó de Nazaret, vuelve a entrar en escena con el
inicio de la Pasión. El niño que gestó en sus entrañas, el adolescente que se
perdió en el templo con los doctores de la Ley, el adulto que se bautizaría en
el Jordán y que abandonaría su pueblo natal tras vivir largos años en casa, con
María y José, ahora atraviesa los momentos más
duros de su vida pública. María, que llevó en sus entrañas al hijo de Dios,
siempre mantuvo en su corazón la certeza de que su hijo formaba parte de un
plan divino. Ella también debió pasar otro Getsemaní. ¿Qué pensaba, al
contemplar a su hijo clavado en la cruz? ¿Pensó que era el final de todo?
¿Dónde quedaba, aquella experiencia que vivió ante el anuncio del ángel?
Pero María, como Jesús, no sucumbe, no se deja derrotar, no
se rinde. Ella tendrá la clara esperanza de que su hijo resucitará. En esas
horas en que se topa con el misterio de la iniquidad del mal, ella también bebe
un amargo cáliz. Pero, como dijo al ángel: «He aquí la esclava del Señor,
hágase en mí según tu palabra». Y así fue.
La clara esperanza se torna alegría y júbilo. El Jesús que
contemplábamos en la cruz hoy lo contemplamos glorioso. La esperanza de María
se convierte en gozo permanente. No es una esperanza vacía, sin sentido. Es una
esperanza que la capacita para una nueva experiencia. Aunque los evangelios no
recogen el encuentro de Jesús resucitado con su madre, no hay que descartar que
pudiera haberse dado. Se diera o no, el estallido de la resurrección de Jesús
también inundó de claridad a María. Más que nunca, ella creyó en su hijo
resucitado y la esperanza iluminaría su vida para siempre.
En los evangelios se omite una parte importante de la vida de Jesús. Hay una vida oculta que no se reseña, no porque no tuviera valor. A veces esa vida adquiere un valor todavía más importante. Fue una vida discreta, escondida en Nazaret, hasta su adultez. Sin ella no se podría entender su ministerio público. Durante esos años de silencio, Jesús tuvo un largo tiempo de formación como artesano y de crecimiento espiritual. La experiencia fue nuclear. Fueron treinta años digiriendo, metabolizando y gestando el plan de Dios en su vida. Y eso María lo sabía y lo tenía muy claro. De aquí su clara esperanza de que resucitaría.
Domingo de Pascua: la resurrección
La promesa se convierte en realidad: Jesús había anunciado a
los suyos que, al tercer día, resucitaría. Este era el plan de Dios: levantar a
su hijo de las tinieblas y de la muerte. Esta es su gran misericordia. La cruz
no era la meta, sino un momento más para llegar a la meta última: la
resurrección.
Ahora sí, para María y para los discípulos todo adquiere
sentido. La cruz era tocar el infierno del corazón humano, era descender hasta
la miseria humana más atroz. Era el precio en el intento de Dios por llegar al
corazón de la humanidad para rescatarla. Sólo así, haciendo suya toda la
mezquindad del hombre, podía iniciar el proceso de su restauración. Por eso, el
Domingo de Resurrección es la liberación de todos. Jesús no se rinde en esa
batalla por conquistar nuestra alma. Sólo con la fuerza iluminadora de su vida nueva el hombre puede renacer, junto con Cristo.
La Iglesia nos propone hacer un itinerario de alegría, es
decir, un camino pascual para saborear la misericordia de Dios, un tiempo para
convencernos de que Jesús vive en el corazón de la comunidad, un tiempo para
desinstalarnos de la apatía, de la tristeza, del miedo. Pero, sobre todo, un
tiempo para saborear la delicia de un Dios que desea la felicidad del hombre.
Se acabaron las dudas, el desconcierto, la desesperanza. Dios todo lo puede.
Él hace posible que nuestro desértico corazón se convierta
en un vergel lleno de luz y de flores. Los rayos de su resurrección han llegado
hasta el interior de nuestra existencia, sanándola y despertándola a una vida
nueva, a la luz de este encuentro gozoso con Jesús.
Pascua y misión
La pascua es tiempo para superar el victimismo psicológico y
social. Es una llamada a desinstalarnos de los resentimientos y apatías. La
noticia de la resurrección de Jesús ha de llenar de alegría toda nuestra
existencia. El gozo de un reencuentro con Jesús ha de producir en nosotros un
cambio de vida, orientándola a una profunda alegría existencial. Los fracasos,
dificultades, problemas, han de servir para reflexionar y ver que nada
justifica lo que es esencial en nuestra vida. Los cristianos tenemos que vivir
y movernos a partir de esta gran certeza: Cristo vive. Sin esta experiencia
vital, corremos el peligro de oscurecer el horizonte de nuestra vida y resbalar
por el victimismo, haciendo de nuestra vida una fuente de constante tensión y
hundiéndonos en el pantano del sinsentido y la amargura. Esto nos lleva a la
desconfianza y a la ruptura con nosotros mismos y con los demás, llegando a
concebir al otro como un adversario o un enemigo y rompiendo toda posibilidad
de un reencuentro.
Vivir plenamente la Pascua se traduce en un cambio de
actitud, pasando de una bonita imagen plástica de las apariciones de Jesús a
creer y vivir que hoy, Domingo de Pascua, a mí también se me hace presente
Jesús, para arrancar de mí toda tristeza y desesperación, llamándome a vivir
una nueva experiencia de encuentro.
Será entonces cuando nos convirtamos en cristianos
pascuales, con dos actitudes que marcaron el encuentro de Jesús y sus
discípulos: la alegría de un renacimiento y la conciencia clara de que hay que
continuar la misión de Jesús en medio del mundo.
Son los dos rasgos que han de orientar una clara línea
evangelizadora: la alegría de saber que formamos parte de esa comunión con
Jesús y el compromiso que nos lleva a anunciar que él vive, convirtiéndonos en
voceros de su mensaje.
Si dejamos que esta convicción permee
todo cuanto hacemos y vivimos, os aseguro que ninguna tormenta nos apartará de
nuestro enclave existencial y espiritual. La experiencia será tan densa que
metabolizar las contrariedades ya no nos costará tanto, porque sabemos que
Jesús está a nuestro lado y él está por encima de todas las adversidades,
dándonos su paz en medio de la marea.
Él, como dijo a sus discípulos, estará siempre con nosotros
hasta el final de los tiempos. Como cristianos pascuales, hemos de vivir como
si ya estuviéramos resucitados. Hoy, aquí y ahora, Jesús nos ha liberado de la
muerte para vivir con él de una manera plena y total. Dejemos que el estallido
de su resurrección ilumine todo el universo de nuestra existencia. De esta
manera, las tinieblas de nuestra incerteza se convertirán en una inmensa
claridad. Ahora nos toca ser el relevo de esta multitud que tuvo la clara
misión de anunciar a Jesús, incluso dando su vida, por aquello que creían y
vivían. En este mundo donde la oscuridad se impone, los cristianos tenemos que
convertirnos en antorchas exultantes que ayuden a disipar toda oscuridad. Nos
toca a nosotros irradiar al mundo esta gran noticia: ¡Jesús vive!
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