Antes de aceptar con docilidad tu pasión y muerte, en el discurso del adiós a los tuyos, elevaste una oración al Padre para que ellos, tus discípulos, fueran uno: Te ruego por ellos. Querías que permanecieran unidos cómo tú con el Padre. De alguna manera, intuías que no sería fácil mantener esa unidad. Tu preocupación delataba que la desunión marcaría la historia de la Iglesia.
En
esta semana de oración por la unidad de los cristianos, en esta hora de
adoración, queremos pedirte, ante tu sagrario, que sigas pidiendo al Padre para
que se cumpla tu anhelo: que la Iglesia permanezca unida.
¿Por
qué falta unidad y qué es lo que origina tanta separación? La falta de paz
interior. Los enfrentamientos y la violencia, en el fondo, siempre se han
sustentado en una falta de sintonía y de comunión. En el pasado, sabemos que se
han provocado guerras en tu nombre, entre diferentes confesiones y entre religiones
que decían seguirte. ¡Cuánto sufrimiento! Todas estas guerras y muertes han
sido tu segunda pasión: que se utilice el nombre de Dios como pretexto para
romper en vez de unir.
Si
matarte en la cruz fue fruto de la soberbia humana, la muerte ahora ya no será
por tu identidad divina. Hoy
te seguimos matando cuando, desde nuestra atalaya espiritual, creemos que
estamos en la posesión absoluta de la verdad. Ahora
la guerra se da entre confesiones religiosas, entre creencias e ideologías. Todo
esto genera infecundidad y nos aleja de tu verdad. Tú vas más allá, incluso de
los propios credos. Hemos convertido tu doctrina en un arma que causa terribles
enfrentamientos. Hemos envuelto tu verdad en pura ideología sesgada.
Como diría
el papa emérito recién fallecido, Benedicto XVI, nadie puede poseer la verdad:
es la verdad quien te posee a ti. La
fe como instrumento de guerra: qué lejos está de tu corazón. Tú, que deseabas
tanto la unidad de los tuyos. Una
mala interpretación de las sagradas escrituras y de tus palabras es la fuente
de tantas separaciones. La propia palabra revelada, mal interpretada, nos lleva
a prostituir tu santo mensaje para servir, en algunos casos, a oscuros
intereses. Tu palabra, buen Jesús, ha quedado manchada, utilizada, manipulada.
Cada vez que lo hemos hecho, hemos alargado tu agonía y te hemos golpeado con
más clavos, con más flagelos. Seguimos atravesando tu corazón con la lanza de
nuestro orgullo y soberbia. Y tú sigues sufriendo, callando. No te defiendes,
como en tu juicio ante Pilato. Pero sigues sangrando, hoy. No sólo por los
enfrentamientos entre una verdad subjetiva y la fe religiosa, sino por el
conflicto dentro de muchas comunidades católicas. Son guerras internas que no
se libran con armas, sino con la falta de caridad entre los tuyos. Dentro de la
propia comunidad católica hay división, pues las críticas despiadadas que se
producen en su interior son un cáncer que debilita su vigor y, lo que es peor,
está haciendo metástasis en el cuerpo de la Iglesia. La
división afecta a todos los ámbitos: jerarquía, movimientos, parroquias y
grupos.
Hoy
se podría decir que la Iglesia está muy tocada. Su
salud se ha debilitado por esos estériles enfrentamientos, que la llevan a un
estado de supervivencia. Su testimonio brilla como una llama vacilante. Pero
tú, Jesús, tanto quieres a la Iglesia que, aunque el cuerpo eclesial sea débil,
tú la sostienes con la fuerza de tu espíritu. La Iglesia, aún tan denostada,
nunca ha renunciado a su vocación martirial. Los tuyos te dejaron solo. Juan
Pablo II, arrodillado en el Gólgota, tumbado en el suelo, pidió perdón por
tantas veces como la Iglesia se ha apartado del evangelio. Este gesto de
humildad es un soplo del Espíritu.
Ojalá
no te volvamos a dejar solo. No permitas que tu nombre sea utilizado para
herir, sino para construir. Esta
noche queremos estar de nuevo contigo para pedirte que tu Iglesia sea lo que tú
soñaste, cuando la fundaste y la encomendaste a Pedro.
Que
sea un faro luminoso que sella las heridas históricas.
Que
tu amor sane tantas contradicciones.
Que la luz de tu verdad penetre a todos
aquellos que hemos decidido seguirte.
Que
la fuerza de tu misericordia nos ayude a saber perdonar y nos hermane en un
solo corazón.
Pero,
sobre todo, que tu dulzura nos haga ser más humildes y nos haga ver que tú
quieres a todos como buen padre, más allá de sus ideas y de su manera de ser.
Tú
has querido una iglesia plural, con carismas y talentos, una iglesia acogedora
y madre. Sólo
lograremos la unidad de todos los cristianos cuando estemos íntimamente unidos
a ti. Esta será la clave y la fuerza para superar cualquier dificultad. Tu
sueño original es que todos, sin excepción, podamos participar de tu banquete
celestial. Sólo
así tu Iglesia, agrietada, podrá fortalecerse de nuevo y ser un sólido
testimonio ante el mundo. Cuando
venimos aquí queremos sentir que nuestro corazón está latiendo junto al tuyo.
Esta será nuestra fuerza para seguir trabajando por la unidad de los
cristianos.
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