Tras
celebrar el misterio de la encarnación, pasando de la esperanza del Adviento a
la alegría del nacimiento de Jesús, retomamos el tiempo ordinario, un momento
para descubrir lo sagrado en lo cotidiano. Es el tiempo de cuidar la familia,
el trabajo, y las relaciones con los demás, dotando de sentido cada día. Vivir
con atención los retos diarios nos transforma, nos enseña a madurar y crecer en
generosidad.
En el
bautismo de Jesús en el Jordán, lo contemplamos asumiendo su misión como Hijo
de Dios. Su vida se entrega a anunciar la Buena Nueva, revelando a un Dios que
ama y busca nuestra felicidad. Con una constancia diaria, pone al Padre en el
centro de todo, dedicando también tiempos de soledad y silencio para
encontrarse con él. Esta intimidad con Dios es fuente y razón de su vida.
Jesús
nos muestra que, en medio del ajetreo, también nosotros necesitamos momentos de
quietud para sintonizar con el Padre. Como hijos suyos, encontramos en él la
fuerza que nos renueva, nos ayuda a discernir su voluntad y a avanzar hacia la
plenitud humana y espiritual. Su amor nos llama a colaborar en la expansión del
Reino, tarea central de nuestra vocación cristiana. Sin esta dirección,
corremos el riesgo de empobrecernos interiormente y perder la luz que anima
nuestra alma.
El
mandato de Cristo es claro: anunciar con entusiasmo la esperanza que hemos
recibido. Estamos llamados a ser reflejo vivo de él, portadores de luz y agua
viva para tantos corazones sedientos. El mundo necesita este testimonio de amor
y redención, que transforme vidas y oriente corazones hacia la eternidad.
Jesús,
con su ejemplo, nos revela cómo amar hasta el extremo. Su cruz, gesto sublime
de amor incondicional, abrió las puertas al reencuentro de Dios con la
humanidad.
Hoy,
hacemos una pausa para estar con él. Le pedimos que nos llene de su paz, su
serenidad y su amor. Que nos dé un corazón como el suyo, capaz de amar
incansablemente, valorar el silencio y aprender a escucharle en lo profundo. Le
suplicamos que nos libere de la soberbia y del orgullo que nos separan de él y
de los demás.
Queremos
ser como él: humildes y entregados, aunque cueste. Su cruz nos enseña que el
amor verdadero exige entrega y sacrificio, pero también que abre el camino a la
vida eterna. Confiamos en su gracia para seguir adelante, renovados y con
esperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario