Muchos hogares, en el tiempo pre-navideño, hacen sus belenes.
La piedad popular tradicional, ya por santa Lucía, establece que se monte el
belén en las casas, como parte importante de la fe. Las familias utilizan el
pesebre como una herramienta pedagógica para ir introduciendo a los niños en el
misterio que va más allá de la sencillez de un establo.
Adviento es el tiempo de la espera en la venida del Señor
y la Navidad es el anuncio de su llegada. La gente sencilla ha captado el
crucial acontecimiento: el misterio de un Dios que se hace hombre despojándose
de todo poder para que el hombre le abra definitivamente su corazón. La Navidad
es la gran noticia de un Dios que se hace bebé para que el hombre, lleno de
bondad, canalice hacia los demás el amor que tiene dentro.
Dios se deja acunar por el hombre, y así el hombre
aprende a amar a Dios. Y es que, ¿acaso un bebé no evoca ternura, compasión,
dulzura? Dios ha querido hacerse pequeño, humilde, para tocar nuestras entrañas
y para que así, con diligencia solícita, respondamos al llanto de un recién
nacido.
Dios nacerá en un bebé indefenso y morirá en un adulto
indefenso porque tiene una escandalosa obstinación: salvarnos. Nuestra existencia
no tendría sentido sin su proyecto salvífico. Naciendo y muriendo, Jesús
renuncia al poder para vivir plenamente la vida de Dios en él, y resucita
porque Dios tampoco quiso que la vida del hombre terminara en una tragedia, en
un futuro lleno de sufrimiento, condenado a la mortalidad. Jesús, con su
resurrección, nos libera del yugo de la muerte, dándonos una vida nueva. Nuestra
vida, como la de Jesús, ya lleva dentro una semilla de inmortalidad, porque
desde siempre nos ha querido en sus brazos, hasta más allá de la muerte.
La Navidad no es otra cosa que la clara certeza de un
Dios apasionado por su criatura; lo único que le queda es hacerse hombre para
que, como hombres, nosotros podamos mirarle con sus ojos y descubrir en su
mirada el destello de una luz capaz de traspasar nuestra retina para iluminar
el interior de nuestro corazón. Así descubriremos, en su humildad, que en ese
rostro está Dios, y que quiere ser un amigo en el viaje de nuestras vidas hacia
nuestra meta: las manos acogedoras y cálidas y el corazón palpitante que
desea fundirse con nosotros en un abrazo, para siempre, en la eternidad. Solo desde
la lógica de la donación y el sacrificio puede entenderse tanto amor.
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