María, aquella muchachita
de Nazaret, con su sí a Dios se convirtió en una mujer que uniría el cielo y la
tierra, en espejo del rayo divino que atravesaría sus entrañas; en puerta del
cielo y aurora de la mañana. Convirtió su humildad en una gran osadía. Por
ella, Dios se hace hombre. María volcó todo su ser en el gran proyecto de la
encarnación del Hijo de Dios.
Siendo sencilla, María
convierte su vida en una gran hazaña. Dios y María, con la complicidad del
Espíritu Santo, convierten la humanidad en un grito de esperanza y salvación.
El hombre siempre ha buscado razones profundas para dar sentido a su vida; con
el sí de María Dios no solo entra en su corazón, sino en toda la humanidad y en
cada hombre, haciéndolo un auténtico interlocutor de la divinidad.
El rayo de luz que invade
a María también invade el corazón humano. En ese instante, unida a ella y con
Cristo, todos somos parte del proyecto de Dios. El sí de María a Dios atraviesa
cielo y tierra. Pero Dios ya había dicho sí al hombre desde el mismo instante
en que lo creó para salvarlo. Por eso el hombre, como dice san Agustín, desde
su propia esencia no descansará hasta encontrarlo. El ser humano necesita el sí
de Dios para sentirse plenamente realizado. A cambio, para que se culmine esta
amistad del hombre con Dios, él también necesita de la certeza libre de su sí.
Dios había hecho un pacto
con el pueblo de Israel. Pero este pacto debía llegar a su culminación. La
anunciación a María era una prueba de fuego. Dios quiso contar con ella, y en
ella con toda la humanidad, para realizar definitivamente su plan: entrar en la
historia como hombre nacido de mujer; más tarde, con los apóstoles y,
finalmente, con la Iglesia, que necesitaría de una nueva inspiración del
Espíritu Santo para extenderse por todo el mundo.
El Espíritu cubre con su
sombra a María y nace Jesús. Y el Espíritu Santo volvió a cubrir con su sombra
a los apóstoles y nació la Iglesia. Y cada uno de nosotros ha sido fecundado
por la fuerza del Espíritu, que nos ha constituido en hijos de Dios e hijos de
la Iglesia.
El sí de María sigue
siendo fecundo dos mil años después. Cada bautizado es un hijo espiritual de
María, porque ella es el fundamento de la Iglesia. Es por eso que no podemos
separar a María de Jesús, ni a María de la Iglesia, ni a María de los
cristianos. Ella se convirtió en simiente de lo que ahora vivimos plenamente en
la Iglesia. Por ella, por la Madre de Dios, el rumbo de nuestra historia ha continuado.
Ella nos señala la dirección de nuestra plenitud humana y la fuente de donde
tenemos que beber para no tener nunca más sed. Esta agua colma nuestros
ansiosos deseos de felicidad. Cristo, su hijo, es nuestro único horizonte y el
que nos impulsa a dar un cambio definitivo en nuestra vida, siempre con la
cálida y discreta presencia de María.
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