Era un 7 de marzo de
1987, en la parroquia de San Isidoro, en el Ensanche de Barcelona, a las 8 de
la tarde. Fui ordenado de manos del arzobispo Jubany, acompañado por varios
amigos ya ordenados, otros que estaban a punto de serlo, ejerciendo su
diaconía, otros en proceso de formación o de discernimiento vocacional y
algunos profesores de la Facultad de Teología. Ante mí, una comunidad
expectante que se alegraba de participar festivamente en ese acontecimiento
eclesial: una ordenación al servicio de la comunidad.
Mi rector de entonces era
Juan Guardiola. Discreto y emocionado, esperaba el momento culminante de la
celebración, así como mi familia y muchos amigos. Estábamos en la tercera
semana de Cuaresma, camino de la Pascua, y era el día de Santa Felicidad y
Santa Perpetua, dos mujeres mártires que murieron por no querer renunciar a su
fe.
El altar estaba adornado
con hermosos motivos florales, aunque con sobriedad, al estar en Cuaresma. Un
buen grupo de jóvenes tocaba y cantaba para amenizar la liturgia. Entre luces y
cantos iniciamos la procesión de entrada en el templo hacia el presbiterio, con
el pastor de la diócesis seguido de un nutrido grupo de sacerdotes.
¿Qué sentía en aquel
momento? ¿Cómo lo vivía? ¿Qué pasaba por mi corazón? ¿Qué significaba dar ese
paso definitivo, crucial en mi vida? Estaba a punto de convertirme en
sacerdote, un ministro del Señor, llamado a la misión de contribuir con la
Iglesia al anuncio de la Buena Nueva. Asumía para siempre que me unía al
sacerdocio de Cristo, un sacerdocio que lo exigía todo de mí: una vida volcada
a los demás, con la misión específica de anunciar la Palabra de Dios y presidir
el banquete de la eucaristía para alimentar el rebaño que se me iba a
encomendar.
Estaba entre la alegría
de un don inmerecido y la enorme responsabilidad que caía sobre mis hombros, no
porque tuviera miedo al desafío, sino porque no quería fallar a Dios. Le pedí,
en esos momentos, mientras recibía la imposición de manos del cardenal, que me
diera la suficiente fuerza y el vigor para mantenerme firme y fiel a él, y para
ser siempre consciente del regalo que estaba recibiendo. Emocionado por la
ceremonia, saboreaba dentro de mi alma ese momento trascendental de mi vida. Un
largo proceso se culminaba aquel día, en que me convertía en imagen de Cristo.
Y aunque sentía en mí una incontenible alegría, era consciente de que iniciaba
un nuevo itinerario, un cambio radical. A partir de entonces le pertenecía y
toda mi vida era su vida.
También pensé que mi
modelo de vida estaría siempre vinculado al de Cristo, artífice último y
primero de mi vocación sacerdotal. Pero siempre reconociendo que la plenitud de
esa llamada no se da sin la mediación de la Iglesia y de otros sacerdotes, que
también se convierten en modelos que te empujan a seguirlo y a compartir esos
momentos tan cruciales de los inicios.
Experimenté también un
inmenso amor de Dios. Por un lado me sentía insignificante; el proceso
vocacional fue largo y no siempre fácil. Pero estaba allí, recibiendo algo tan
sagrado, y pensé que a Dios no le importaban todas mis limitaciones. Para él
solo importaba mi sí, tímido pero seguro; eso le bastaba para continuar su obra
a través de mí.
Me sentí feliz, porque
cuanto más consciente era del profundo contenido teológico de la liturgia de la
ordenación, más me daba cuenta de que todo terminaba en un cristificarme con
él. A partir de entonces, iba a tener en mis manos al propio Cristo
sacramentado; contemplando su presencia mientras lo elevaba y dándolo como
alimento a la comunidad. Sí, tendría entre mis manos a Jesús, que después de su
resurrección se ha querido hacer presente entre nosotros en el sagrario, su
tabernáculo, en su empeño de seguir conquistándonos y llevándonos hacia él.
Este es su anhelo más profundo: entrar en nuestro corazón para que sintamos un
gozo pleno. El sacerdocio, así, nos configura con Cristo. Y me sentí lleno de
tanto derroche de amor, un amor que no tiene límite.
Bastan dos letras:
“sí”, y de lo demás ya se ocupará él. Un sí abierto es como una lanzadera de un
portaaviones, proyectada directamente al corazón, que permite que Jesús entre
hasta lo más hondo de tu ser. Pasé por una larga formación académica,
teológica, un itinerario parroquial para madurar en la formación pastoral,
convivencia con los compañeros y mucha oración para seguir discerniendo. Toda
esta etapa de preparación llegó a su cumbre con este hecho central en mi vida:
la ordenación sacerdotal.
Hoy han pasado 26 años.
Recuerdo con gratitud inmensa la celebración de mis 25 años de sacerdocio en la
parroquia de San Félix, con mi nueva comunidad y muchos feligreses de otras
parroquias. En esos momentos me sentí emocionado y sobrecogido por tantas
muestras de aprecio y fraternidad que me hicieron vivir el acontecimiento con
un plus de gracia que Dios me concede. Es verdad que no todo ha sido fácil. He
vivido momentos de mucha plenitud; otras veces he sentido que bajo mis pies las
aguas se agitaban con fuerza. Luces y sombras se han cernido sobre mi alma. Pero
siempre he permanecido ahí, deseando no fallar a mi Señor. Él siempre me ha
ayudado en los momentos de tormenta. Siempre está ahí, siempre he tenido la
certeza de que estaba conmigo, consintiendo quizás esos trances dolorosos para
que creciera y me uniera más a él. Y siempre, finalmente, me ha invadido una
calma que atraviesa todo mi ser, algo más que tranquilidad: es la suavidad de
Dios que penetra todas mis entrañas y me conforta. Él nunca me falla, me basta sentir la melodía de su silencio. Un
velo separa su susurro de mis oídos, tan real como el amanecer; tan vital como
mi respiración. Me basta el calor de su presencia, no visible, pero ¡tan real!
Han pasado 26 años y os
puedo asegurar que siento la misma dicha de aquel primer día. En aquella
embajada del cielo, ungido en el sacerdocio, experimenté un gozo como nunca lo
había sentido. Empezaba otra etapa de mi
vida. Hoy estoy aquí, con mi querida comunidad de San Félix, a la que tanta
estima profeso, y que ya forma parte de mi historia sacerdotal.
Os quiero decir, con
rotundidad, que siento la misma alegría desde que le dije sí al Señor, con 18
años, al lado de un pozo en el campo. La misma que cuando me admitieron al
estado clerical, cuando recibí las órdenes menores, así como el diaconado, en
noviembre de 1985. La misma de mi ordenación sacerdotal. La misma que hoy, en
este aniversario. ¿Sabéis por qué? Porque la fuente de mi alegría ya no está en
mi éxito ni en mis logros, sino en Dios, que no para de dármela. Porque el día
que le dije sí, sentí que también él me decía que jamás me faltaría la alegría
de aquellos que sirven a Dios, de aquellos que han decidido seguirle. Llueva o
haga sol, nada nos la podrá quitar, porque somos suyos. Es verdad que no es la
alegría de un adolescente, sino una alegría que se
sostiene en una profunda paz; la paz que da saberse sostenido por Dios en la
existencia y en la vocación.
Gracias por acompañarme
en este día, un jueves, día eucarístico. Que Dios os bendiga a todos. Pido que
recéis por mi sacerdocio, para que sea fecundo en mi ministerio. ¡Gracias!
Joaquín Iglesias
7 marzo 2013
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