Qué lejos estamos todavía de entender el misterio de la eucaristía. Lo vemos, lo tocamos, nos comemos al mismo Cristo… y seguimos sin entender qué está ocurriendo. Lo tenemos delante de nuestros ojos y convertimos ese instante sagrado en otro momento rutinario. No olemos ni alcanzamos a entender que se trata de un milagro: no es cualquier cosa como las que nos suceden cada día. ¡Es diferente! Es crucial.
El mismo Dios, en Cristo
sacramentado, se nos está haciendo presente. Estamos viendo con nuestros
propios ojos al Cristo resucitado, vivo y presente en la eucaristía. ¿Qué nos
pasa? Que hemos ritualizado ese momento y lo hemos convertido en un culto más,
donde la inercia nos acaba de arrancar el sentido último y trascendental del
sacramento. Es un acto profundamente religioso, que expresa una donación sin
límite, y nos quedamos igual. Es otra actividad semanal que se suma a tantas
otras. No somos ni conscientes.
Creo que hemos hecho de
algo tan vital para el cristiano, la eucaristía, un puro mercantilismo con
Dios. Venimos a misa a cambio de obtener
su gracia. No nos damos cuenta de que ni todos nuestros esfuerzos, por
mucho que nos afanemos, son suficientes para obtener algo que ni siquiera
merecemos y, sin embargo, se nos da gratuitamente. Estamos tan acostumbrados a
vender y a comprar que siempre que damos algo esperamos recibir. Un acto tan
sagrado como la eucaristía también lo convertimos en un «yo te doy y tú me
das», como si pudiéramos regatear con Dios, quitándole a ese gesto todo lo que
tiene de milagro y de gratuidad.
Hemos caído en el
legalismo y en el consumismo religioso, que es como si estuviéramos comprando
el cielo, la eternidad. Si creyéramos de verdad que en el pan que tomamos está
el mismo cuerpo de Cristo, nuestros ojos, nuestros rostros, nuestro corazón,
toda nuestra vida cambiaría radicalmente. Porque tenerlo a él, al mismo Jesús,
no nos puede dejar indiferentes.
La vida de Dios entra en
nosotros. La luz del Tabor ilumina todo nuestro ser y nos configura con él. ¿Qué
pasa, que no nos sentimos sacudidos, interpelados, tocados en lo más hondo?
Está entrando Jesús en nosotros; le dejamos entrar dentro de nuestro ser.
Tomarle a él nos vincula para siempre. No podemos quedarnos igual. Convertir
algo religioso en una rutina apática es tanto como decir que estamos matando la
esencia de la sustancia en ese momento.
Dice Benedicto XVI que
cada vez que comulgamos poco a poco nos vamos pareciendo más a Jesús; su
presencia nos modela, nuestra vida se configura con la suya. Tomando a Jesús ya
estamos paladeando la eternidad. Entramos en el tiempo y en la hora de Dios.
Cada eucaristía es un encuentro de tú a tú con Jesús, desde la comunidad. Y,
como todo encuentro, despierta una emoción, una experiencia que nos llama a
seguir profundizando en lo que significa la fe. Nuestra adhesión personal a
Jesús supone e implica un compromiso de mejorar nuestro mundo y de colaborar
con la Iglesia con vigor, entusiasmo y entrega. No solo se trata de recibir a
Jesús, sino de seguirlo. Y seguirlo significa convertirse en apóstol, en
anunciador, en mensajero del Reino de Dios en medio de nuestra sociedad.
Joaquín Iglesias
24 febrero de 2013
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