Cuando leemos con calma la Pasión de Cristo, desde una lectura contemplativa nos damos cuenta de que el dolor de Jesús nos traspasa como una espada el corazón, y nos asombramos ante la aberración histórica que cometieron los responsables de tal suplicio y muerte. Uno se siente conmovido ante la densidad del sufrimiento de Cristo en la cruz. A la flagelación, los golpes y los clavos desgarrando sus carnes se sumaba el dolor de la negación, de la traición y la burla de quienes lo contemplaban. Más hirientes que las espinas de su corona, más afiladas que la lanza que atravesó su costado, más amargas que el vinagre, fueron las palabras llenas de ironía y los insultos lanzados contra el justo que agonizaba en la cruz.
Jesús experimentó un
profundo sentimiento de abandono por parte de Dios ante aquella jauría humana que
pedía su crucifixión. Padeció la tortura física, psicológica y espiritual,
hasta el límite de su resistencia. Gimiendo, soportó todo hasta la extenuación.
Su último grito potente, con las últimas fuerzas que le quedaban, fue un grito que sacudió
hasta el centro del universo, un grito ensordecedor que llega hasta lo más
hondo de nuestros huesos. Así, abatido, quedó suspendido en la cruz, exhausto y
bañado en sangre.
Ahondando con
detenimiento en la Pasión vemos que, entre dolor y dolor, aparecen pequeños
gestos balsámicos, resquicios de bondad que hacen el sufrimiento de Jesús más
soportable.
Las hijas de Jerusalén
A Jesús le conmueven las
mujeres, que lloran ante él cuando carga sobre sus hombros la cruz. Ellas son
sensibles al sufrimiento de ese hombre que las ha dignificado, en medio de una
sociedad que las discrimina. Sienten el dolor de ese rabino que ha instruido,
que ha curado y ha revelado el rostro amoroso de Dios. Conmovidas, sienten en
su corazón la angustia y el dolor de Jesús.
El Cirineo
Jesús, exhausto y herido,
ya no puede con el peso de la cruz. Un hombre que viene del campo es obligado a
llevar el madero. No sabemos apenas nada de este personaje, si le ayudó
lamentando su dolor, con lástima, u obligado por los verdugos romanos, de mala
gana. Pero el peso de la cruz para hacer más llevadero el camino de Cristo
debió despertar alguna inquietud en él. ¿Qué pasaba por su cabeza? ¿Fue uno de
aquellos judíos que gritaba y que, más tarde, cambió su burla por compasión?
¿Se alegró por aliviarle, en lo posible, del peso terrible que caía sobre sus
hombros? ¿Cómo debió quedarse al llegar al final del recorrido? ¿Qué fue de su
vida más tarde? Seguramente aquel trecho de camino, cargando la cruz,
acompañando al justo condenado, debió cambiarlo para siempre. Fue un alivio en
la amargura de aquella terrible injusticia, otro dulce bálsamo para las llagas
del corazón de Jesús.
La Verónica
El velo que enjuga el
rostro de Jesús queda marcado. Esa huella de su cara en el pañuelo es la imagen
del rostro sufriente que quedó impreso en el corazón de una mujer desconocida,
movida por la compasión y la ternura. La Verónica es otra mujer que no teme
acercarse a Jesús y puede ver hasta qué punto el dolor y la sangre desfiguran
su rostro. Los ojos de ambos se cruzan. Cuán penetrante debió ser la mirada de
Jesús, en medio del dolor. Ella nunca olvidará esos ojos, que quedan grabados
en su mente y en su alma; esos ojos que, entre lágrimas, la miran y la salvan.
El buen ladrón
Uno de los malhechores
que son crucificados al lado de Jesús reconoce que él merece su castigo. Pero
sabe que Jesús es justo y no ha hecho nada para terminar así. Para Jesús debió
ser reconfortante que un bandido reconociera su bondad, que derrama aún en medio
del intenso dolor. El buen ladrón lo defiende ante su compañero, que se burla
de él. Y Jesús saca fuerzas para prometerle el paraíso. Hasta los últimos
momentos de su agonía, es el pastor que va a buscar la oveja perdida y la
rescata.
El centurión
El centurión, que ve
morir a Jesús, es el primero que hace una profesión de fe: «Verdaderamente,
este hombre es el Hijo de Dios».
¿Qué ocurrió en el
corazón del brazo ejecutor de la condena? Quizás fue el último gemido de Jesús,
ese lamento que sacudió la tierra; quizás la consciencia de que estaban
ajusticiando a un inocente. Nunca sabremos qué pasó en el interior de este
hombre, que le produjo tal conversión. Quizás contemplando el cuerpo de Jesús
en la cruz quedó tan impresionado por su abandono, por su paz, por su capacidad
de perdón a los enemigos, que comprendió la misericordia de Dios y una luz
empezó a brillar en la brecha que se iba abriendo en su corazón.
El centurión impidió que
quebraran las piernas a Jesús, pues ya había muerto. Si antes temía a la
autoridad, al procurador, a sus superiores, en el momento en que el grito de
Jesús resonó sobre la tierra el centurión se liberó de su esclavitud. En su
mente, aquel grito rasgó el velo de la oscuridad y también él se salvó,
confesando al Hijo de Dios. Allí, al pie de la cruz, la primera semilla del
cristianismo comienza a florecer, en tierra romana.
José de Arimatea
Fue el hombre honrado que
quiso dar sepultura digna al crucificado. Él también debió seguir la pasión de
Cristo hasta el Gólgota. Ahora acude con sus bálsamos y especias para lavar y
ungir el cuerpo ensangrentado. Con dulzura debió limpiar su rostro y su cuerpo,
que no podía ser enterrado de cualquier manera. Lo amortajó y lo envolvió en el
sudario, con delicadeza, amorosamente. Y lo colocó en un sepulcro de su
propiedad, nuevo por estrenar.
Juan y María
Y, por último, en el
evangelio de Juan leemos que la madre de Jesús y el discípulo amado estaban
allí, al pie de la cruz. Juan, que desde
lo más profundo de su soledad seguía discretamente el suplicio de su maestro,
debía tener el corazón destrozado, oprimido y temeroso. La hermosa aventura con
su maestro y sus compañeros no podía acabar de esta manera, debía pensar una y
otra vez. Y quizás reclinó su cabeza sobre el hombro de María, como durante la
cena lo hizo sobre el pecho de Jesús. Con el corazón lleno de amargura, veía el
horizonte sin esperanza; la luz se había esfumado en la noche.
Pero, en su dolor,
acompañaba a la madre de Jesús.
Si la mirada compasiva de
la Verónica, la oportunidad de un nuevo mundo que se abre ante el buen ladrón,
la confesión de fe del centurión, la delicadeza de José de Arimatea, la tristeza
de Juan al pie de la cruz nos conmueven, ¿qué pensar de María?
¿Cómo debió sentirse su
madre? Quizás fue viendo en este final trágico de su hijo el cumplimiento de
aquellas profecías de la infancia. Ver a su hijo en la cruz fue como si todo
aquel dolor pasara por su alma. Cuando se ama tanto a alguien, su dolor es tu
dolor, porque el otro forma parte de ti. María, ante la cruz, debió sentirse
absolutamente rota, desgarrada, con el alma partida. Aquel hijo, que también
era hijo de Dios, que por su docilidad llegó a soportar tanto, ¿tenía que morir
de aquella manera?
La piedad popular imagina
a Jesús en brazos de María, cuando es descendido de la cruz. La pasión de María
fue al pie de la cruz. El joven discípulo y la madre, abrazados, lloran ante el
maestro muerto. Quizás en ese momento de supremo dolor nunca acabaron de perder
del todo la esperanza. En la noche más oscura, tal vez en ellos aún aleteaba
una última certeza, la certeza de que esa historia de amor no podía acabar así.
Ante Jesús muerto, el
centurión romano hace la primera profesión de fe cristiana del mundo; mientras
todo oscurece, María se convierte en imagen de la Iglesia que espera; Juan es
el místico que siente muy cerca el latido del corazón de Jesús.
El abrazo del discípulo y
de la madre presagia un nuevo amanecer. De las tinieblas más profundas está a
punto de emerger el sol. Esa noche de viernes santo, con esa profesión de fe,
ese abrazo, no es un fin, sino la apertura de otra buena nueva, el inicio de
una comunidad naciente. En la noche de
viernes santo, al pie de la cruz, comienza la gran revolución del cristianismo.
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