Hablar más de Dios y menos del diablo
Siempre ha habido corrientes en la Iglesia que han insistido más en la fuerza del mal que en la del bien, y que se han centrado más en la terrible oscuridad que en la alegría de la luz. Su pedagogía se basa en la desconfianza del diablo, en el miedo obsesivo a pecar y en la lucha contra la fuerza arrolladora de un mal que nos va esclavizando. Se llega así a la angustia y al sometimiento psicológico ante la presencia constante del Maligno y se olvida la confianza en un Dios benévolo, lleno de compasión y de misericordia, que nos acoge en sus brazos cálidos.
Creo que deberíamos insistir más en la alegría de creer que
en el miedo a ser tentado o caer en la tentación. La buena nueva del Resucitado
es más potente que la debilidad de un ángel caído. Los que nos dedicamos a la
pedagogía pastoral hemos de anunciar la presencia de un Dios vivo más que la
constatación de una sombra que nunca llegará a tener la entidad de Dios. El
diablo fue vencido con la resurrección de Jesús y todos nuestros esfuerzos
tienen que estar orientados a hacer ver a la gente que Jesús, el Señor, reina
en el mundo, y no el diablo.
El reino de Dios está inmerso en la historia y tiene la
fuerza para apartar de nosotros las tinieblas. Con esto no niego que la
presencia del mal en el mundo sea real. Es evidente, y se manifiesta de muchas
maneras. Pero cuidado: no vayamos a ver al diablo en todas partes, en todas las
situaciones adversas, en todas las personas que chocan con nosotros. Ojo, no
vayamos a pensar que todo está envuelto en el mal. En algunos casos, esto puede
tener consecuencias psicológicas y psiquiátricas que afecten a la persona.
Depende del perfil de cada uno, pero ver al diablo detrás de todo puede ser
síntoma de alguna patología psico-religiosa, generada por el sufrimiento o por
un sentimiento de culpa muy profundo. Hay que saber distinguir entre el dolor
moral y psicológico y el mal.
No podemos poner al diablo en el mismo plano de Dios. Sería
darle la misma fuerza. Y el diablo no es
un dios. Estaríamos cuestionando el mismo núcleo de nuestra fe, que es la
resurrección de Cristo. Tras su muerte en cruz, ha resucitado y ha vencido el
mal para siempre. En realidad, el demonio hace menos daño de lo que creemos.
Existe pero está vencido. No soporta asumir que Dios lo creó ―como ángel― y que, además, respeta su libertad. El diablo no soporta
tener que deber algo a Dios: que lo mantenga en la existencia, aunque ya
derrotado. Esta es su rabia y su infierno: reconocer que Dios lo sostiene y lo deja
libre, como ha hecho libres a todos los hombres y a los ángeles.
El demonio no tiene tanta fuerza… pero sí puede engañarnos, apartarnos
de la luz y arrastrarnos hacia el abismo, hacia el sinsentido y la nada. Es
entonces cuando sentimos un vacío existencial y nos vamos debilitando. Pero
solo porque nos hemos alejado de la luz, no porque la oscuridad tenga más
fuerza. Dejamos de ejercer nuestra libertad para el bien y nos convertimos en
el centro de nuestro mundo, sin que nada ni nadie nos importe más que nosotros
mismos. Poco a poco nos vamos deslizando hacia el absurdo.
Hemos de creer que desde nuestro bautismo la gracia de Dios
nos ha penetrado y, desde ese instante, estamos protegidos con el óleo santo.
La luz de Dios entra en nosotros y nos invita a acercarnos a él. Su claridad
borra toda tiniebla causada por el pecado. Estamos en el camino de la
salvación. Dios es nuestro escudo y nos sostiene en la debilidad. En la
eucaristía, hecho pan, nos alimenta y nos refuerza. ¡Viene a habitar en nosotros!
Y siempre nos protegerá.
1 comentario:
Me parece un escrito muy interesante puesto que en realidad el centro, lo que nos mueve, lo más importante es Dios y es a él a quién debemos amar con todas nuestras fuerzas,por encima de todo, El nos dará todo lo que necesitamos.
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