Siempre que voy a Balaguer, en la comarca de la Noguera,
acostumbro a visitar el santuario del Santo Cristo, en la parte alta de la
ciudad. Junto a la iglesia hay un monasterio de religiosas clarisas que cuidan del
templo.
En mi visita habitual, esta vez era domingo, festividad de
san Juan Bautista. Eran las once y media de la mañana y la misa había
terminado. Algunos fieles quedaban en los bancos, rezando, bajo la imagen del
Santo Cristo, que preside el presbiterio. Este domingo, después de la misa,
dejaron sobre el altar una custodia con el Santísimo expuesto. Alrededor del
altar, en pie y formando un círculo, había seis monjas contemplando el Santo
Sacramento.
Poco después, sonó una música de antiguos ritmos hebreos y
las religiosas iniciaron una danza ante la custodia. Quedé admirado. ¡Era tan
bello el cuadro! La finura de sus movimientos y su delicada actitud de oración
me emocionaron. Estaban adorando a Dios con su cuerpo. Arte, belleza y
adoración se combinaban en armonía. Miré sus rostros sonrientes mientras
danzaban con unción y exquisita elegancia. Era un paisaje de cielo.
Y pensé que a Dios no sólo se le puede rezar con los labios,
recitando oraciones, ni con la mente, en silencio. Aquella adoración
eucarística no sólo no desmerecía en nada de las otras, sino que me ayudó a
entrar más hondamente en el misterio. Con sencillez, dejando que el cuerpo
también entrase a formar parte de la oración, aquellas monjas desprendían unción
y respeto. Jamás había visto un acto de adoración tan lleno de delicadeza
espiritual, en un lenguaje que llega al corazón.
Que unas religiosas de clausura se abran a nuevas formas de
adoración me parece profético. A veces el culto adopta una excesiva rigidez y
se vuelve tan frío que nos puede alejar del latido de amor que llena al Cristo
eucarístico. Nos da miedo explorar nuevas formas de rezar, quizás por temor al
qué dirán. Muchos conciben los rituales sagrados como algo mayestático y
solemne, y cualquier expresión que se salga de la costumbre puede parecer
irreverente o incluso frívola.
Corremos el riesgo de vivir una relación con Dios demasiado
ritualizada, pero sin alma, sin emoción, sin vibración. Todo es blanco y negro,
sin volumen, como las estampas, sin conexión real con la vida, porque hemos
convertido ciertos ritos litúrgicos en un culto repetitivo. Y esto nos hace
caer en el hastío celebrativo. Se leen los textos de siempre y siempre se hace
lo mismo; hasta los sacerdotes caen en el aburrimiento. Convertimos el acto más
bello en un ritual vacío en el que nada nos habla ni nos despierta el deseo
profundo de acercarnos a Cristo y mejorar nuestra vida. Todo se hace porque
toca. Así, lentamente, nuestras liturgias se van apagando.
Hoy he recibido un regalo que no esperaba. Que me ha hecho
recordar aquel hermoso pasaje bíblico en el que el rey David se pone a bailar
ante el arca de la alianza. La formación cristiana es tan racional, por un
lado, y tan puritana por otro, que contemplar esta forma de dirigirse a Cristo
puede ser concebido como indigno por parte de algunos.
Hay un dicho: Si rezas con tus labios, rezas una vez. Si
cantas, rezas dos veces. Y si danzas, rezas tres. Dios se merece que le
recemos, y le amemos, como dice el Shemá
hebreo, con toda la inteligencia, con todo el corazón, con todo el cuerpo, con
toda el alma y con toda la vida.
Así ha de ser todo lo que hagamos: rezar, trabajar, amar.
Sólo la pasión hace posible que nuestra vida florezca ante Dios.
1 comentario:
Que hermoso tu escrito Joaquín.
Estoy de acuerdo al 100%.
Yo tengo una forma muy peculiar de orar, pero Cristo nuestro Señor me responde siempre de forma muy positiva.
Un abrazo
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