Desde sus orígenes, la Iglesia se ha preocupado por los
pobres. Los primeros cristianos pronto destacaron porque cuidaban de los más
vulnerables y entre ellos no había hambre: todo se compartía y se repartía
entre quienes lo necesitaban. Con el paso del tiempo, la administración del
imperio romano encargó a la Iglesia la distribución de pan y la atención a los
pobres. Y así ha sido a lo largo de los siglos: allí donde ha habido pobreza,
la Iglesia ha dado respuesta.
Hoy, en nuestra parroquia, tenemos Cáritas, que reparte
alimentos y productos de higiene, y el comedor social. En nuestras mesas comen
cada día unas cuarenta personas en situación de extrema pobreza, muchas de
ellas sin hogar. Los voluntarios son un grupo valioso, que se esfuerza por
atender lo mejor posible a estas personas y darles un poco más que comida:
calidez, amabilidad, acogida. También tenemos un servicio para orientar y
acompañar a las personas que buscan trabajo. Como nuestra parroquia, son muchas
las que tienen diversas obras humanitarias. Hacemos lo que podemos, pero…
¿podríamos hacer más?
La pobreza es una enfermedad social. Además de curar y
paliar, es importante prevenir. ¿Cuáles son las causas de la pobreza? Hay
algunas causas políticas y económicas, por supuesto. La crisis ha afectado a
muchas familias que antes vivían con lo justo y que ahora no llegan a fin de
mes. Pero detrás de la crisis y la excesiva presión fiscal hay otras causas más
profundas. En el fondo, la pobreza nace de una concepción materialista del ser
humano, que sólo valora el consumo y el lucro, sin reconocer la dignidad de la
persona por encima de lo que tiene y hace. También el individualismo ha
contribuido a la soledad y la pobreza de muchos. Una mala educación falla en
promover los talentos personales, la superación y el esfuerzo, fomentando una
cultura de la mediocridad. La inestabilidad familiar y los problemas
emocionales derivados de rupturas y separaciones es otro factor que arrastra a
muchas personas a situaciones desesperadas; se pierde la identidad, caen
víctimas de adicciones destructivas y acaban en la calle. Por último, hay
causas morales. La avaricia que mueve a empresas y grupos internacionales lleva
a un crecimiento insostenible que causa graves daños a los más vulnerables;
mientras unos pocos se enriquecen, muchos caen en la miseria.
Vemos que las causas de la pobreza no son tanto la falta de
recursos, sino problemas éticos, morales, personales y espirituales. Y en esto,
la Iglesia tiene mucho que decir. No habrá
soluciones realistas a la pobreza si no dejamos de mirarla como un fenómeno
sociológico y no somos capaces de ver al pobre como una persona con un rostro,
con un nombre, con un entorno y una familia. Si no aprendemos a hacer nuestro
el dolor de una sola persona, desde las instancias políticas y administrativas
no se podrá arreglar el problema.
El mensaje de Jesús, que trae una vida digna para todos, nos
da las claves para superar estas situaciones injustas y de dolor. Pero, sobre
todo, Jesús se identifica con los pobres. Lo que hacemos con un pobre, se lo
estamos haciendo a Cristo. Recordemos aquella parábola del fin del mundo. Al
final, lo que cuenta es lo que hemos hecho con nuestros hermanos más frágiles y
heridos por la sociedad. ¿Cómo respondemos a la pobreza? Seguramente cada uno
de nosotros puede hacer algo más de lo que hace. En el marco de la comunidad
parroquial tenemos una gran oportunidad.
Ante el hambre
Ante el dolor del mundo, hemos de ser sintónicos y expresar
nuestra solidaridad con gestos palpables. Millones de personas sufren pobreza.
Si sentimos, agradecidos, que Dios nos lo ha dado todo —el pan, la familia, el
trabajo, los amigos, la fe— no podremos permitir que a alguien a nuestro lado
le falte el pan.
No podemos girar la mirada ante ese drama humano. Con una
buena distribución de la riqueza y unas políticas justas esta situación se
podría paliar. Pero la solución no sólo es cuestión de dinero ni
responsabilidad exclusiva de los gobernantes. El problema de la pobreza y el
hambre se resolverá con un cambio de mentalidad y de corazón. Nadie es causa
directa del hambre en el mundo, pero cada cual contribuye a ella con su actitud
de indiferencia o de desánimo. Todos podemos hacer alguna cosa. El milagro es
que cada uno haga un pequeño esfuerzo personal. La generosidad produce un
efecto multiplicador.
Si sumáramos la pequeña generosidad de todos, podríamos
aliviar mucho la lacra del hambre. El verdadero milagro es compartir lo poco o
mucho que se tiene.
Pero no sólo hay hambre de pan. En el mundo hay hambre de comprensión,
de dulzura, de amistad, de ternura, de familia... Mientras el hombre no tenga
clara una referencia moral y religiosa, mucha gente morirá, no de hambre
física, sino de tristeza.
Sólo Dios puede saciar el hambre profundo del corazón
humano. Uno de los apostolados cristianos y la primera obra de misericordia es
dar de comer al hambriento. Pero no basta nuestra generosidad humana para
mejorar el mundo. Sin Dios poco podremos hacer.
La oración nos alimenta del amor de Dios. Fortalecidos en
ella, podemos correr a alimentar a otros.
Algunas preguntas para meditar y compartir
¿Qué estoy haciendo ahora por los pobres?
¿Puedo hacer algo más? ¿Cómo?
¿Estoy dispuesto a dar algo de mis recursos para paliar la
pobreza?
¿Puedo colaborar en alguna de las obras humanitarias de la
parroquia? ¿De qué manera?
¿Se me ocurre alguna otra acción que podamos emprender,
desde la comunidad?
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