Esta semana reflexionamos sobre el tercer punto del Plan Pastoral Diocesano Sortim!, los jóvenes.
Los jóvenes están en una etapa
crucial de su vida. La juventud es la época en que uno se hace grandes
preguntas, busca sentido a su vida y se abre al mundo. Los jóvenes quieren
devorar la vida y están dispuestos a darlo todo por aquello en lo que creen. Es
la etapa vital en la que uno se abre a la vocación que orientará sus pasos.
En esta etapa, el mensaje de
Jesús tiene mucho que ofrecer. Y, sin embargo, vemos que los jóvenes son los
grandes ausentes en nuestras parroquias y comunidades. ¿Qué ocurre?
Los jóvenes hoy tienen
muchísimas opciones: académicas, profesionales y, sobre todo, de ocio. Entre
tanta oferta, parece que la de la Iglesia no resulta atractiva en absoluto. No
destaca o incluso se ve como negativa o poco deseable. ¿Por qué?
La solución no está en ingeniar
formas modernas o atrayentes de ofrecer el evangelio. Tampoco se trata de
adoctrinar con supuesta “gracia”, ni de hacer propaganda y publicidad con las
mejores técnicas de marketing religioso. No: los jóvenes no quieren que nadie
les venda nada ni les coma “el tarro”, como se dice. Además, los jóvenes tienen
un filtro especial para captar la autenticidad. No les vamos a convencer
fácilmente si, antes, nosotros no estamos entusiasmados.
Creo que el gran problema de la
evangelización de los jóvenes no está en ellos, ni siquiera en la sociedad que
nos rodea, sino en los cristianos adultos.
En un mundo con tantas ofertas,
incluso en el campo espiritual, los jóvenes no necesitan más publicidad, sino
más testimonio. Nuestro mensaje será convincente si lo vivimos y lo reflejamos
en nuestra actitud y en nuestras acciones, cada día. Un adulto entusiasta,
enamorado de Dios, comprometido con el evangelio, no necesita mucho marketing:
él mismo es el anuncio. Él mismo convence y llama.
Preguntémonos qué les estamos
ofreciendo a los jóvenes. ¿Qué testimonio les estamos dando? ¿Qué ven en los
adultos, que no les convence ni les entusiasma?
Por un lado, ven cristianos
tristes, aburridos, rutinarios o rigurosos, que cumplen con unas tradiciones y
defienden unos valores nobles, pero quizás les falta vida, pasión, profundidad.
No son un modelo a seguir para ellos. Rechazan la fe y la Iglesia porque les
parece una instancia represora, y no una comunidad liberadora donde pueden
crecer y ser ellos mismos.
Por otro lado, muchos padres cristianos, que cumplen
sinceramente con sus obligaciones e intentan ser buenas personas, acaban
cayendo en la corriente del mundo. Son cristianos, sí, y van a misa cada
domingo, pero a la hora de educar a sus hijos, les preocupa mucho más su
rendimiento académico e intelectual, su éxito profesional y su economía que su
vida espiritual. Nuestros esfuerzos, y los de la sociedad, están enfocados a la
prosperidad material y al brillo social, y no a la felicidad del joven. Y la
felicidad, todos lo decimos, pero quizás no lo creemos, tiene su fuente dentro
de nosotros, en nuestra vida interior. Nos hace felices sentirnos amados, ser
creativos, encontrar nuestra genuina vocación y volcarnos en ella. La vocación
y la felicidad de los jóvenes puede ir por otros caminos diferentes a los de
sus padres, y esto a veces cuesta de entender.
¿Queremos que nuestros hijos sean unos grandes intelectuales
o ejecutivos brillantes? ¿Queremos que sean millonarios y admirados? ¿O
queremos que sean lo que son, lo que están llamados a ser, y sean profundamente
felices?
Los jóvenes huelen lo que el mundo les ofrece. Si nadie les
ofrece otra cosa, irán buscando y probando entre las mil opciones que se les
muestran. ¿No es importante que alguien les muestre otro camino, que los puede
llevar a encontrarse a sí mismos y a la fuente de su felicidad?
¿De verdad creemos los adultos que Jesús es el que da
sentido a toda nuestra vida y nos da la alegría y la paz interior, tan deseada?
Si es así, ¿por qué no lo sabemos ofrecer? ¿Dónde está nuestro testimonio?
¿Quién se atreve a salir ante los jóvenes y decir: quiero mostraros este
camino?
Mostrar, esa es la clave. Nada de persuadir, obligar,
empujar o “vender”. Mostrar. Indicar e invitar, con delicadeza. Cuando uno está
enamorado, sobran las muchas palabras. Se le nota, se le ve. Cuando uno está
enamorado de Cristo, no es tan difícil contagiarlo… o, al menos, despertar la
curiosidad y la inquietud.
¿Cómo creéis que debió ser la primera charla de Jesús con
sus primeros discípulos? Fue una tarde, en el Jordán. Hablaron y cenaron con
él. Aquellos hombres salieron rebosantes, tanto que corrieron a buscar a
hermanos, amigos y conocidos, para invitarles a venir con ellos, a seguir a
Jesús. ¡Hemos encontrado al Señor!
¿Podríamos hacer nosotros lo mismo? Los jóvenes están
receptivos. Los jóvenes detectan lo bueno, lo hermoso y lo verdadero. Están en
una edad en la que son capaces de entregarse generosamente. Los jóvenes esperan
algo más… ¿A qué esperamos los adultos?
Algunas preguntas
¿Qué testimonio doy de mi fe
ante los jóvenes?
¿Es coherente mi vida con mi fe
y mis valores cristianos?
¿Qué ven ellos en mí, como
cristiano adulto?
¿He explicado mi experiencia de
encuentro con Jesús, mi vocación, mi compromiso y mis motivaciones, a algún
joven (hijos, niños de la catequesis, otros…)?
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