Si Dios es nuestro padre, todos
somos hermanos. ¿Nos hemos detenido a pensar, a fondo, qué significa esto?
En las familias, es natural que
entre hermanos haya rivalidades y roces. Pero si el ambiente es sano, también
es natural que los hermanos se amen, sean amigos y crezcan juntos. Para algunas
personas, los hermanos de sangre se convierten en sus mejores compañeros,
maestros y amigos.
Pero el mundo es grande, y
nuestra vida se mueve en un espacio mayor que el ámbito familiar. Jesús nos
enseña que la verdadera familia, cuando uno se hace adulto, es aquella formada
por las personas que comparten nuestro camino, nuestros valores y nuestra fe.
«Mi madre y mis hermanos son los que siguen la voluntad de Dios». Nuestra
familia de origen es importante, pero mucho más lo es la familia de misión y de
destino. ¡Y esta familia es inmensa! Sólo la Iglesia ya la formamos mil
millones de personas. Pero aún podemos ir más allá. Miremos, no sólo con ojos
de cristiano, sino con ojos de Dios. ¿Quiénes son sus hijos? ¡Toda la
humanidad! Los que no forman parte de la Iglesia, creyentes de otras
religiones, o increyentes, o ateos. Todos son hijos de Dios. Por tanto, son
hermanos nuestros.
Fraternidad es ser conscientes
de que todos somos hermanos, hijos amados de Dios. Si queremos amar a Dios,
¿cómo no vamos a amar a sus hijos?
«En esto
conocerán que sois discípulos míos, si os amáis unos a otros.» Juan 13, 35.
Fraternidad viene del latín frater,
hermano. Es una virtud que nos hermana con los demás seres humanos y que
nos hace iguales en dignidad e importancia. No sólo iguales, sino unidos en una
aventura común: la de la vida.
Las personas somos hermanas, no
sólo por vínculos de sangre. La familia sólo nos une a unos pocos. Pero si
miramos con más amplitud, la genética nos hermana con todo ser humano. Y si
vamos más allá, la vida nos hace hermanos de todo ser viviente, planta, animal
o microbio. Yendo más lejos, hay algo más profundo que nos une con toda la
realidad que contemplamos a nuestro alrededor: la tierra, el mar, los astros.
Somos hermanos porque compartimos lo más esencial: existimos. San Francisco lo
percibió en su oración en plena naturaleza, y lo expresó en su hermoso cántico
de las criaturas: todos somos hermanos en la existencia. El sol, la luna, el agua
y el fuego, las fuerzas de la naturaleza y los animales asombrosos no son
dioses, sino criaturas como nosotros. Todos somos hermanos.
Esta hermandad tiene una consecuencia: la solidaridad.
Compartimos el mismo suelo, el mismo aire y el mismo espacio. Y Dios lo ha
hecho tan bello y perfecto que hay suficiente para todos. Son las malas ideas,
torcidas y oscurecidas por una visión mezquina de la realidad, las que nos
hacen desconfiados, avaros y temerosos. De aquí surge el miedo a perder, a no
tener, a lo desconocido. Y de aquí a los conflictos y las guerras hay un paso.
La fraternidad se rompe cuando perdemos esa mirada limpia y profunda, esa
mirada de Dios que nos hace ver que todos somos hermanos. Las consecuencias de
perder esta visión limpia las vemos en todas partes: en las familias, en la
sociedad, en el trabajo, en el campo político y económico. Por todas partes
vemos lo contrario de la fraternidad: competición, rivalidad, odio, lucha
contra el adversario… Chocamos unos con otros porque se nos han oscurecido los
ojos del alma, y la vida se convierte en una batalla sin fin, con sus heridas,
sus víctimas y sus muertes.
Dichosos los limpios de corazón, dijo Jesús, porque ellos
verán a Dios. Felices nosotros cuando sepamos limpiar la mirada del alma, porque
veremos en los demás una imagen de Dios. Entonces, ya no hay enemigos ni
rivales, sino hermanos a quienes amar.
Jesús nos pidió, como toque de amor, que llegásemos a amar a
los enemigos. Esto era muy revolucionario, porque la cultura judía era fraterna
y solidaria, pero sólo con los de adentro. Es decir, con los “suyos”. Los otros
eran enemigos, detestables y a los que se podía desear la destrucción. Este
tipo de solidaridad es lo que rompe al mundo hoy. Es el partidismo y el
sectarismo: soy bueno con los míos, pero los otros no me importan. Incluso me
alegraré si desaparecen del mapa. Los cristianos de hoy, ¿no somos un poco así?
¿Aceptamos a los que no piensan ni hacen como nosotros? ¿Rechazamos a los
diferentes, o a los disidentes, o a los “contrarios” a nosotros?
Hay una bonita historia que cuenta que un hombre paseaba por
la playa, meditando. Se encontró con Dios y le dijo: «Dios, estaba pensando que
ese mandato tuyo, amar al enemigo, es muy difícil. ¿Cómo te las apañas tú, para
amar a tus enemigos? Dios sonrió y le dijo: «Para mí es muy fácil. Yo no tengo
enemigos.»
Dios no tiene enemigos. Todo lo creado es suyo, ¿cómo va a
odiarlo? Él lo ama a todo. Si el padre ama a todos, ¿cómo no vamos a amarlo
nosotros? Nos parece difícil porque vivimos con esa visión pequeña y sesgada,
encorsetados en clichés y prejuicios. Pero todos podemos adquirir la visión
limpia y ancha de san Francisco. Todos podemos llegar a ver con los ojos de
Jesús, que en la cruz amó a todos y perdonó a todos. Podemos, porque Dios nos ha
hecho a todos semejantes a él en esto. Hermanos en la existencia, hermanos en
la libertad, hermanos en la capacidad de amar y perdonar. Si vivimos según
esto, la fraternidad surgirá, como un fruto dulce.
San Francisco, el cuidado y la fraternidad
San Francisco, como hizo Jesús, enviaba a sus frailes en misión de dos en dos. Y les decía que debían ser como una madre y un hijo. Uno debía cuidar del otro y procurar su bienestar. Y el otro debía dejarse cuidar, enseñar y aconsejar. Este rol era intercambiable: unas veces la madre era uno, otras veces otro. Este modelo de fraternidad está inspirado en el cuidado amoroso de Dios hacia sus criaturas.
El amor es más que una idea bonita o un sentimiento. El amor es acción. En el día a día, y en nuestras relaciones, amor se traduce por cuidado. Quien ama cuida. Quien ama está presente, escuchando, comprendiendo, acompañando.
El cuidado a veces puede confundirse con control, dominio o dependencia emocional. El verdadero cuidado es el que busca la felicidad, la salud y el crecimiento del otro, en todas sus dimensiones. Se expresa en gestos físicos y prácticos, en tiempo, en desprendimiento y sacrificio. El cuidado también es adaptarse al otro y ver cómo necesita ser amado. Tiene en cuenta la dimensión corporal tanto como la espiritual. Quien cuida está viviendo la fraternidad.
«Mirad cómo se aman», decían de los primeros cristianos. Lo decían porque veían gestos reales y palpables entre ellos, gestos de auténtico cuidado. Los detalles del cuidado son la mejor señal de que se está viviendo la fraternidad.
Algunas preguntas
- ¿Considero que la comunidad parroquial es mi familia, a todas?
- ¿Qué consecuencias tiene considerar al otro (feligrés) como mi hermano?
- ¿Puedo mejorar mis relaciones con los hermanos, o quizás debería reconciliarme con alguno?
- ¿Qué podemos hacer en la parroquia para fomentar más la fraternidad y la consciencia de ser familia, unida por el amor de Cristo?
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