La fiesta de Todos los Santos es una fiesta
de vida y de luz. Lejos de la connotación lúgubre de la cultura tan comercial
que nos invade, y que se recrea en la muerte y en lo aterrador, es una fiesta
que entraña paz y alegría. El color de esta fiesta, más que el negro, debería
ser el blanco luminoso.
Estamos en una época del año que, en el
hemisferio norte, ve cómo avanza el otoño. La luz menguante, el frío y la caída
de las hojas nos recuerdan la caducidad de la vida terrena. Pero la muerte,
para los cristianos, no es un final espantoso ni una extinción total. La
muerte, ciertamente, es un final de nuestro cuerpo físico. Pero no es la
aniquilación de la persona. Jesús, con su resurrección, nos ha abierto las
puertas a otra vida más allá de la muerte, que no podemos imaginar. Esta es la
buena noticia: la vida es hermosa y su meta final no es la muerte, sino el
cielo. Una dimensión donde compartiremos lugar con Dios y con todos aquellos
que nos han precedido.
Jesús, en su última cena, dijo a sus amigos:
A donde voy, os prepararé una morada. Quiero que estéis conmigo. ¡Qué hermoso
pensar que Dios quiere que estemos con él, siempre! Es su amor el que nos da
una vida eterna. Si nos ha amado tanto que ha posibilitado nuestra existencia,
¿cómo va a querer que esta se acabe?
Por eso, en clave cristiana, la muerte es un
umbral, un paso de una vida a otra. Podríamos compararla a la diferencia entre
la vida intrauterina de un bebé gestándose y su vida después de nacer. El
parto, para un bebé, es un proceso tremendo y dramático, una especie de muerte…
hasta que respira aire y empieza a vivir en ese otro mundo, inmenso y
sorprendente, que forma el universo exterior a su madre. Así de inimaginable
será el cielo.
Y lo mejor es que encontraremos un cielo muy
poblado. Allí podremos ver y abrazar de nuevo a todos aquellos seres queridos
que han muerto siendo amigos de Dios. Ellos nos esperan y nos preparan lugar.
El cielo es una fiesta.
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