Como muchos de vosotros me decís, estamos en un tiempo de profunda confusión y de incertezas. Se hace difícil entender que por ciertos errores de gestión la pandemia ha causado muchos daños evitables, dejando una sensación de inseguridad y abandono entre la ciudadanía.
Después de un mes y medio encerrados, empieza la
«desescalada» progresiva del confinamiento. Esto nos da algo de esperanza, pero
las secuelas de la paralización serán tan devastadoras o más que el propio
virus. Las pérdidas económicas y laborales perjudicarán el tejido productivo, y
los grupos vulnerables van a sufrir más. Ante este sombrío panorama social,
nunca podemos perder la esperanza.
Queridos feligreses, no sólo no hemos de tener miedo, sino
todo lo contrario. Nuestra esperanza se sostiene en Aquel que todo lo puede.
Los que tenemos la dicha de creer, este don sobrenatural que Dios nos ha dado,
no podemos pensar que todo está perdido. Cada cristiano debe convertirse en una
llama de esperanza, y es ahora, en estos momentos de dificultades, cuando se
hace más necesario nuestro testimonio veraz en medio del caos. Es ahora cuando
hemos de brillar con más fuerza. Que estos momentos no nos paralicen. No minimicemos
la potencia de una fe vivida con autenticidad.
Para la comunidad, es un reto
poner a prueba la fortaleza de nuestra fe. Como os decía en otros escritos,
cada hogar es una delegación de nuestra comunidad y una embajada de la Iglesia.
Cada uno está llamado a evangelizar en su entorno: familias, vecinos, trabajo...
Debemos arrojar luz con nuestra vida. Vivimos sostenidos en Dios, esta es
nuestra máxima certeza y la fuerza para vencer el desánimo y el cansancio. No
nos podemos rendir. El coraje de nuestras convicciones puede ayudar a muchos
corazones abatidos. Sólo Dios sabe el alcance de esta crisis que estamos
viviendo. Aunque los economistas y los científicos auguran un futuro pésimo, no
olvidéis que somos una fuerte comunidad que va más allá de las paredes del
templo. Cada casa es un trocito de Iglesia, y esto tiene un valor inmenso. No
estáis solos. Tenéis a Dios, a un pastor y una comunidad donde todos rezamos, y
también somos parte de un gran pueblo de Dios, de su rebaño universal. Esto nos
ha de dar una serenidad a prueba de bomba y, sobre todo, una inmensa alegría de
saber que somos parte del proyecto de Dios. La parroquia es el signo visible de
su reino aquí, en este lugar. Somos protagonistas de una gran revolución
evangelizadora y cada uno de vosotros es agente fundamental de esta misión
divina. Podemos hacer que las cosas cambien si tenemos orientado el corazón a
Dios. Este es nuestro arsenal: la gracia poderosa y efectiva del Espíritu Santo.
La situación tardará tiempo en normalizarse, y esto inquieta
a muchos. Será como un desierto, que iremos atravesando, no sin momentos de
angustia. Mantengámonos firmes y lúcidos. Sólo en el tiempo alcanzaremos a ver
la dimensión de este momento clave para la vida de todos. Si somos capaces de
aprender una gran lección, ¿por qué no va a haber, detrás de todo, un bien
espiritual?
No somos dioses ni infalibles. Somos frágiles y vulnerables.
Reconozcamos con humildad nuestra indigencia ante fenómenos que surgen, pero
también ante Dios, que es infinitamente misterioso. Sólo desde el silencio
podremos atisbar un poco ese estar tan cerca y tan lejos, tan afuera y tan
adentro. Una presencia callada, llena de resonancias en los gestos y en la
historia, certera y real. Los grandes místicos de la Iglesia intentaban
penetrar en esa zona misteriosa de Dios. Tenemos una gran oportunidad de hacer
de nuestros hogares verdaderos santuarios, donde busquemos tiempo para esa
intimidad con Dios. Sólo desde el silencio y la adoración encontraremos sentido
a todo lo que ocurre. Dialogar con él es parte de nuestro compromiso de
amistad. Cuanta más intimidad, más revelará Dios su designio.
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