Con el acontecimiento de la resurrección de Jesús cerramos
el Triduo Pascual, tiempo central en la vida del cristiano. La Pascua nos lleva
a una situación nueva: la muerte ha sido superada, el sufrimiento ha sido
transformado en gozo. El egoísmo ha sido derrotado y la oscuridad disipada.
Nuestra vida ha sido rescatada. Desde entonces, estamos
llamados a vivir en una permanente Pascua. Como dice san Pablo, «con Cristo
hemos resucitado». No son meras palabras esperanzadoras, son una realidad.
Podríamos decir que empezamos a participar de una vida nueva: el cielo aquí, en
la tierra.
La resurrección de Jesús transforma totalmente la vida de un
cristiano. Vivir amando es vivir resucitado. Los otros han de notar y sentir
que has dejado que Cristo viva en ti.
Quien vive así, primero ha pasado por una etapa de muerte
interior y ha renunciado a los apegos. Se ha liberado de la peor esclavitud, la
autoidolatría de sí mismo. Rompiendo esas cadenas que lo esclavizan, emerge de
la oscuridad de su sepultura para vivir en la luz permanente de Dios. Ha dejado
atrás todo aquello que lo alejaba de la verdad, de la belleza y de la bondad. Vivir
resucitado es dejar que la luz transformadora de Cristo purifique toda tu alma.
Nada más tendrá sentido: sólo Dios basta, como decía santa Teresa.
Integrar esta doble realidad nos ayuda a estar en nuestro
sitio, sujetos a la tierra y a nuestras necesidades biológicas, pero al mismo
tiempo estamos anticipando el paraíso que se nos ha prometido. Vivimos entre el
cielo y la tierra, en esa intersección que equilibra la vida material con la
vida espiritual.
No temáis, nos dice Jesús
Hoy hace un día claro, soleado, luminoso. La luz de Cristo
resucitado se derrama por todo el planeta, pero también en tu corazón. Sus
rayos dan vida y color a todo aquello que vemos y sentimos, pero sobre todo a
cada uno de nosotros. Se acabó la tristeza, la angustia, la incerteza ante el
futuro. Se acabó la desesperanza, el hastío, el sentimiento de derrota. Cristo,
que nos precede en la resurrección, nos anticipa que la luz es más potente que
las tinieblas, que la tristeza se convierte en alegría y que la confusión y el
desespero se volverán lucidez y discernimiento. Junto con Cristo resucitado,
también saldremos victoriosos del combate de nuestros egoísmos. Con él todo
queda resituado y renovado. La experiencia del reencuentro con Jesús es el
inicio de una nueva vida en la que nunca más tendremos que temer, porque
vivimos y permanecemos para siempre en su corazón.
Luz, brisa, color, belleza, son los signos de su presencia.
Basta de victimismo y desidia. La sangre de Cristo resucitado pasa por nuestras
venas y todo mi yo se convierte en otro Cristo. Aunque nos abrume esta pandemia
del Covid-19, no tengamos miedo. Esto es lo que Jesús dice a sus discípulos en
las apariciones durante esta semana pascual: «No temáis». No todo está acabado.
No nos sintamos huérfanos en estos momentos. El Señor es dueño de todo; todo
está en sus manos. Aprendamos a confiar, pese a que el mundo parezca cubierto
por una espesa nube de incerteza. No caigamos en la tentación del fatalismo,
ante las supuestas conspiraciones o la manifiesta negligencia de los gobiernos;
no caigamos en la sensación de impotencia ante esas fuerzas ocultas que quizás
hayan provocado el desastre. El miedo no sólo deprime nuestro sistema inmune,
sino que nos encoge el alma y nos paraliza.
Dios sigue actuando
Aprendamos, en esta situación límite, a creer que Dios sigue
soplando su Espíritu sobre la humanidad, como leemos en la liturgia de la
Vigilia Pascual. Recordemos los prodigios de Dios a favor del pueblo hebreo,
cuando el ejército del faraón lo persigue por el desierto con sus carros y
caballería. El pueblo ya liberado, en marcha hacia la Tierra Prometida, se
encuentra frente al Mar Rojo con los soldados pisándole los talones. La fuerza
de Dios abre las aguas para que el pueblo atraviese sin peligro y sin padecer
el exterminio. Pasar el mar es cruzar a través del mal: un mal natural, que es
el oleaje, y el mal provocado por el hombre, que es el ejército. Dios es más
poderoso que la naturaleza y más poderoso que todos los ejércitos humanos.
Hoy parece que nos encontramos en esta situación: un virus invisible
nos persigue, propagándose por todo el planeta. Los contagiados y fallecidos se
suceden y aumentan. Estamos frente a otro mar, con un ejército de virus que
azota a la humanidad. Pero nosotros somos el nuevo pueblo de Dios. La fuerza
del Dios de Israel es la fuerza del mismo Jesús resucitado. Como diría el Papa,
él puede obrar nuevos prodigios. Tengamos ánimo y una fe renovada en su
presencia, porque sólo él puede parar esta catástrofe mundial. Lo hará a través
nuestro si apostamos por la Vida con mayúscula. Empezando por los gobernantes y
acabando por cada uno de nosotros. Él puede hacer intervenciones directas,
porque tiene la potestad. Pero nosotros, unidos a él, podemos ser instrumentos
de su acción a través de nuestras actitudes y oraciones.
Pidamos al Señor resucitado que nos dé aliento y coraje, para
que no nos falte la certeza absoluta de que su amor hará el milagro. El sol de
su misericordia iluminará todo el mundo con la gracia de su resurrección.
Unidos a él, el sistema inmune de nuestra alma se fortalecerá. El temor nunca más
se apoderará de nuestra vida.
Cristo ha resucitado. ¡Aleluya! Hoy, todos hemos nacido a la
vida de Dios.
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